El viaje del papa Francisco a Egipto a finales de abril puede aportar algunas claves originales para comprender el futuro no solo de ese país y del Oriente Medio en su conjunto, sino, más en general, para favorecer la convivencia entre mundo occidental y mundo islámico en el siglo que estamos empezando.
Abundan los indicios de que esa convivencia es muy frágil, cuando no se ve envuelta en un conflicto permanente. Por citar solo algunos episodios, recordemos que el intento de Donald Trump, a finales de enero, de aprobar un decreto presidencial por el que prohibir o limitar la entrada en Estados Unidos a los ciudadanos de varios países árabes no ha sido un hecho aislado. En su campaña electoral para las elecciones presidenciales francesas, Marine Le Pen tildó la influencia islámica de «insoportable» y ha descrito a Francia como a un país abocado a una «elección de civilización». Y no es la única en Europa. Otros líderes políticos han hablado abiertamente en contra del islam. Los recelos y la desconfianza son muy profundos, alimentados por el terrorismo islamista indiscriminado y por las sospechas generalizadas que acompañan a los procesos masivos de inmigración hacia Europa y América originados en las guerras de Irak y Siria.
La cuestión es delicada porque no queda claro si se están comparando culturas y civilizaciones en general, o se alude a una problemática específicamente intrarreligiosa. De entrada parece más bien que los protagonistas de los episodios citados perciben la religión en sus inevitables implicaciones para la vida social y política. Por eso, para afrontar la cuestión con alguna esperanza de éxito, hará falta un diálogo a muchas voces, contando con los actores seculares y los religiosos. Entre las voces seculares, Jürgen Habermas se ha convertido en un defensor de la necesidad de emprenderlo, pero también Peter Sloterdijk y otros lo están intentando...
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