Cuando regresé al hotel seis horas más tarde ya era de noche. Y el mendigo seguía allí, desnudo y solo. Pensé: si no saca suficiente dinero lo mismo lo tienen aquí hasta la madrugada. Resoplé, enrabietada contra mí misma, contra el mundo, contra los explotadores, sabiendo que iba a intentar paliar mi desasosiego con una maldita limosna. Me acerqué rápidamente, eché dos tristes euros en el bote que tenía delante de él y salí escopetada. Pero entonces el hombre me chistó, deteniendo mi huida. Me volví y advertí que el mendigo estaba cogiendo un objeto pequeño que había sobre la manta. Estiró su bracito maltrecho y me lo tendió; desconcertada, puse la mano y él depositó en mi palma un bellísimo cristal pulido del tamaño de una alubia, con un color azul profundo y una limpia y oscura transparencia. Alcé la cara, atónita, y por primera vez vi de verdad al hombre. Sus ojos eran de un tono verde uva imposible, maravilloso. Una mirada sobrecogedora que no parecía pertenecer a este mundo. Me dijo algo en una lengua desconocida. Yo le susurré gracias con la garganta apretada, las gracias más sinceras que he dicho en mi vida, y me fui con el cristal dentro del puño.
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