Haití se desangra de nuevo, cuando apenas había comenzado a levantar cabeza tras aquel terrible terremoto que lo asoló en 2010. El huracán Matthew ha hendido la piel doliente de aquel país como un latigazo mortal. Una vez más. Es verdad que está enclavado en una zona que sufre un clima especialmente adverso, pero también lo es que estos fenómenos se ceban con los más pobres, con los que no disponen de estructuras de protección ni servicios de emergencia. De nuevo el círculo vicioso conformado por la miseria, la corrupción y las catástrofes naturales. Un círculo que, misteriosamente, se empeña en cortar la alegría incansable y las ganas de vivir de este pueblo.
Hay que reclamar la ayuda urgente (y si puede ser, estable e inteligente) de la comunidad internacional. Pero conviene posar la mirada en las imágenes de esta desolación, dejarnos herir y conmover por ellas. Y cuando todo parece sumirnos en la impotencia, es necesario recordar que allí siempre renacen la vida y la esperanza. La misionera española Isabel Solá, asesinada hace pocas semanas en Puerto Príncipe, explicaba el escándalo que le provocaba al principio que los haitianos expresasen su gratitud a Dios también en medio de las catástrofes. Después comprendió que ese era el secreto de su renacer una y otra vez.
Al contemplar la destrucción sembrada por Matthew pienso en la gente de Cáritas y Manos Unidas, en mis amigos de Cesal o en tantas religiosas de distintas congregaciones que mañana empezarán a reconstruir desde cero lo que llevaban tiempo levantando. Y comprendo que esto tiene que ver con todos nosotros, que no podemos dejarlos solos, que desde allí nos enseñan, junto al pueblo haitiano, algo del secreto de la vida verdadera.
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