Galicia sufre de nuevo el dolor provocado por un accidente ferroviario, en este caso ubicado en el pasillo atlántico que conecta Vigo con Oporto. De nuevo nos asalta la noticia de la muerte inesperada y caprichosa, que surge traicionera en un trayecto en que los viajeros esperaban alcanzar su meta, ya fuese para trabajar, para encontrar a sus familias o para disfrutar de una ciudad distinta. Los heridos son auxiliados, los técnicos investigan las causas, los políticos guardan un decoroso silencio… Hasta ahora todo bien. Y sin embargo la desazón permanece, no podemos acallar la mordedura de lo que nos parece injusto. Aunque finalmente se desvelen fallos mecánicos, humanos o de infraestructuras, la evidencia de la fragilidad de nuestra vida se impone. Y es una evidencia que al hombre de esta época le resulta especialmente insoportable. Nuestra vida es algo grande y bello, pero es algo que no podemos asegurar con nuestras fuerzas. ¿Acaso el absurdo es la respuesta a este enigma? Nuestra civilización se ha edificado sobre la certeza de que, a pesar de todo, el absurdo y el vacío no son la respuesta, sobre la esperanza de que la muerte y el mal no tienen la última palabra.
Una sociedad mide también su consistencia por la forma en que afronta un dolor como el que brotó ayer en la piel de un pueblo llamado O Porriño. Un dolor que nos puede unir o encerrar en nuestros pequeños negocios; que nos puede convocar a la curación o empujarnos al abismo de una rebeldía ciega; un dolor que puede abrir la gran pregunta sobre cuál es la esperanza que sostiene nuestras vidas, o puede volvernos cínicos. Nuestro futuro depende también de la respuesta a esta alternativa.
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