Una de las cuestiones más urgentes en medio de la confusión y convulsión de nuestro tiempo es preguntarnos dónde podemos buscar —no digo ya encontrar sino ante todo buscar— la clave de las múltiples crisis, contradicciones y laceraciones del mundo contemporáneo. Porque muchas veces creemos haber encontrado la solución al problema de las cosas sin ni siquiera haber empezado realmente a buscarla, sino contentándonos con partir de una idea o un esquema que ya teníamos en la cabeza. Así, muy pronto nos damos cuenta de que la solución hallada no resuelve la cuestión, precisamente porque no se había mirado con suficiente claridad el propio problema.
¿Dónde buscaremos, por tanto, la clave de los problemas más acuciantes de nuestro tiempo, o mejor aún, del problema que es en sí mismo nuestro tiempo? Siguiendo las imágenes que cada día pasan por nuestra mente, empezaremos sin más por las dramáticas oleadas de refugiados, inmigrantes, pobres desgraciados que huyen de la violencia de las guerras, de la más absoluta miseria de condiciones materiales y de la misma penuria en cuestión de esperanza.
Luego podremos seguir buscando por el lado oscuro que desgraciadamente acompaña a esta migración bíblica, es decir, el terrorismo de ideología islamista del que muchos musulmanes (que son las primeras víctimas) huyen, pero que volvemos a encontrar en la tragedia nihilista de los atentados en Europa, por lo que lamentablemente varios de nuestros jóvenes se ven atraídos, frente a la agotada insensatez del mundo occidental.
¿No deberíamos tal vez buscar también en las curvas ascendentes y descendentes de las finanzas globales, donde parece que los patrimonios se hinchan y deshinchan según inversiones fluctuantes, a costa del trabajo real de la gente, las condiciones económicas de países enteros y la propia dignidad de quien quizás no conseguirá un empleo nunca en su vida?
Pero buscando en estos lugares de alto riesgo en el mapa de nuestro mundo (y otros que se podrían indicar), es como si nuestros análisis encontraran siempre un punto ciego, una emergencia inexplicable, no porque no sean (por desgracia) reales, sino porque en ellos percibimos algo, sí, pero sigue estando confuso, velado. Algo que nos provoca tácitamente en la mirada herida de los “rescatados” de las barcazas en medio del mar, o que nos ahoga en el horror del nihilismo terrorista y nos inquieta en el cansancio del nihilismo occidental. Algo que nos causa malestar allí donde todo, hasta nuestra propia vida, parece tener que medirse en función del poder que conseguimos obtener en la vida y sobre todo (y más a menudo, por desgracia) por el poder que nunca conseguiremos alcanzar.
Pero este algo que queda en suspenso —como si nos estuviera esperando— también es un lugar, tal vez el lugar más inadvertido en el gran escenario del mundo, pero decisivo: es nuestra conciencia, la conciencia de sí y de la realidad de cada individuo.
El mensaje del Papa Francisco al Meeting 2016 a propósito del lema “Tú eres un bien para mí” nos ayuda a entender que lo que el mundo contemporáneo necesita dramáticamente, dentro de la dialéctica de sus potencias globales, es exactamente lo que constituye la necesidad última y más radical de todo ser humano. Cada uno de nosotros necesita, para existir, ser mirado por alguien que necesite de nosotros. Que nos afirme como un bien (independientemente del bien o del mal que seamos capaces de hacer), y nos quiera como a un ser valioso e irrepetible.
Normalmente no nos miramos así, y somos los más crueles calificadores de nosotros mismos. Lo cual tampoco nos permite reconocer que el otro es un bien para nosotros. «Pero esto no es conforme a nuestra naturaleza. Desde niños, nosotros descubrimos la belleza del vínculo entre seres humanos, aprendemos a encontrarnos con el otro, reconociéndolo y respetándolo como interlocutor y como hermano, como hijo del Padre común que está en los cielos. En cambio, el individualismo nos aleja de las personas, se fija sobre todo en los límites y en los defectos, debilitando el deseo y la capacidad de una convivencia donde cada uno pueda ser libre y feliz en compañía de los demás, con la riqueza de su diversidad».
Esta relación con el otro como un bien no indica en primer lugar un comportamiento o actitud moral (que también, sin duda, pero como consecuencia), sino sobre todo el reconocimiento de un bien que existe. Existe, no solo al principio, en la acogida por parte de mi padre y de mi madre, sino en cada momento, existe ahora. Eso es lo que Cristo ha traído como novedad absoluta: «porque no considera a ninguna persona como perdida definitivamente».
Es la mirada con que se sintieron afirmados y reconstituidos conscientemente los tipos humanos que tal vez eran menos recomendables —como Zaqueo o el buen ladrón—; es la conciencia de la propia necesidad de ser abrazados, lo que en definitiva decide la historia entera. «¡Cuánto cambiaría nuestro mundo si esta esperanza desmedida se convirtiera en la lente con la que los hombres se miraran unos a otros!».
La invitación al diálogo deja entonces de ser el mantra de lo que debería ser políticamente correcto en política (aunque luego nunca se hace) y asume la forma de una exigencia de nuestras personas; no una concesión u opción sino una llamada a ser (con el otro) nosotros mismos. «Muchos sucesos de los que a menudo nos sentimos testigos impotentes son en realidad una invitación misteriosa a recuperar los fundamentos de la comunión entre los hombres para un nuevo inicio».
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