En el debate público español hay excesiva presencia de estilos de discusión, en especial de los políticos, con planteamientos, por así decirlo, cainitas o a la búsqueda de chivos expiatorios cuyo sacrificio resolvería (mágicamente) los problemas.
También sufrimos un exceso de planteamientos tribalistas, que implicarían no la confrontación de argumentos, sino de bandos, por ejemplo, de “las izquierdas” contra “las derechas”, “los de arriba” contra “los de abajo”, “los del centro” contra los de (esta o aquella) “periferia”, “los que están a favor de la iglesia” versus “los que están en contra de la iglesia”, etcétera. En esta línea, los conceptos o las imágenes de izquierdas y derechas, por ejemplo, no serían referentes de agregados históricos complejos por interpretar (y por situar en una narrativa de mayor o menor interés) ni meramente herramientas heurísticas de las que el votante echaría mano para aclararse ante la complejidad de los asuntos públicos, sino posiciones irreconciliables y, por tanto, poco preconizadoras de una disposición a escuchar, entender, responder y, en su caso, negociar, o transigir.
Los planteamientos tribalistas llevarían, asimismo, a identificar determinadas ideas como ideas propias del adversario político, demasiadas veces entendido como enemigo (según lo cual habría, por ejemplo, ideas “de derechas” o “de izquierdas”, o “de arriba” y “abajo”, o de “centro” y “periferia”), por lo cual a priori no habría que prestarles atención o habría que alejarse de ellas para no verse “contagiado”...
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