Los atentados terroristas del 22 de marzo han agudizado el estado de introspección crítica de la Unión. La reflexión sobre los fracasos y la sucesión de incompetencias de las instituciones contaminan las políticas y actuaciones de las instituciones y los líderes políticos. Europa lleva años encadenando interminables episodios de conmoción, desde Grecia hasta el influjo de refugiados. Frente a éstos, los dirigentes han adoptado una mentalidad de respuesta de crisis que antepone la reacción a la acción perpetuando la desestabilización. Y reina la autocomplacencia.
Las crisis se han convertido así en norma para la UE reforzando una idea, muy propia de eurófilos angelistas y eurócratas de marca: que seguiremos saliendo del paso, parcheando y chapuceando. Pero este enfoque es tan desacertado como peligroso.
Ha llegado el momento de decidir si la UE constituye un ente verdaderamente transnacional, o una plataforma de acuerdos intergubernamentales disfrazados. Si es este último el caso, llamemos a las cosas por su nombre y aceptemos que esta lógica supondrá la irrelevancia creciente de la Unión y sus Estados miembro. Porque apoyar sólo de boquilla un enfoque común en cuestiones críticas no aporta soluciones a los problemas y deja escapar importantes oportunidades. En pocas palabras: si cada uno va a lo suyo, nos hundiremos todos.
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