La frase “No eran de los nuestros”, titulo este artículo, procede de un pasaje de la primera carta de san Juan, dirigida a las comunidades de Asia Menor, en la que hace re¬ferencia al Anticristo y su aparición en el fin de los tiempos, que el evangelista cree cercanos, y a los anticristos que surgieron ya por entonces de manera previa “de entre los nuestros, aunque no eran de los nuestros”. Desde entonces, desde el remoto milenio casi por partida doble –no hay palabra en el diccionario con el significado de dos milenios, bimilenio no se incluye– la cita, asimilada como una expresión lexicalizada, primero en latín “non erant ex nobis” y después en numerosos idiomas romances, se ha utilizado para mostrar la división y el rechazo de unos por otros.
Una división y un rechazo monstruoso, capaz de llevarnos, por lo menos en España, primero a las persecuciones inquisitoriales de los siglos XVI y XVII, cuando la casta dominante de cristianos viejos se arrogó el poder de enviar a la hoguera a cualquier sospechoso de judaizar, y más adelante a los enfrentamientos armados de las guerras carlistas del siglo XIX y al peor de todos, al de la terrible Guerra Civil, en la primera mitad del siglo XX.
Tras la larga dictadura que padecimos, en la que, por supuesto, imperó el negar el pan y la sal a los vencidos porque no eran de los suyos, el espíritu de concordia de la primera transición quiso acabar con tales terribles desencuentros. No sólo se propició desde el Estado, sino sobre todo desde todos los partidos políticos, de izquierda a derecha, pasando por el centro, dar al traste de manera definitiva con la imposibilidad de la reconciliación entre las dos Españas. Pareció que por fin las dos facciones del país, irreconciliables durante la Guerra Civil, azules y rojos, derecha e izquierda, dejaban de lado las viejas querellas y caminaban juntos hacia un futuro en el que cupiéramos todos. Hasta tal punto que los versos de Antonio Machado, presagiadores de la contienda, “Españolito que vienes al mundo / te guarde Dios / que una de las dos Españas / ha de helarte el corazón” ya no volvieran a tener jamás siquiera visos de acoplarse a la realidad. Al contrario, todo el mundo parecía dispuesto a ceder, a perdonar y a dejar que las viejas heridas cicatrizaran para poder avanzar hacia una prosperidad nueva, construida con el mayor consenso posible. De ahí surgió la Constitución del 78, en la que intervinieron ponentes de diversas ideologías y distintas procedencias peninsulares. Es cierto que la Constitución es mejorable y que algunos cambios supondrían un balón de oxígeno para ciertas situaciones, como la de la secesión catalana, pero no lo es menos que de ella nadie pudo sentirse relegado, porque daba cabida a todos los ciudadanos sin exclusión. Nadie quedó al margen, excepto quienes se automarginaron voluntariamente.
Hoy, a tenor de la falta de entendimiento de nuestros líderes políticos tengo la sensación de que la cita de la carta del apóstol san Juan, “No eran de los nuestros”, que por cierto fue también el punto de partida con que Menéndez y Pelayo compuso La historia de los heterodoxos españoles, vuelve a blandirse con una acuciante insistencia. Algo que desde mi punto de vista es nefasto y cada vez que ha sido puesto en práctica, del lado de la derecha o de la izquierda, todos, los unos, los otros o los de más allá, hemos tenido que lamentar las consecuencias.
No hace mucho, el pasado enero, si mi memoria no me falla, y a propuesta de Izquierda Unida, el simbólico cuadro de Juan Genovés de título esclarecedor, El abrazo, y que tan bien captó el reencuentro y la concordia que imperaban en los felices finales de los setenta, fue trasladado, en préstamo, desde los almacenes del Museo Reina Sofía al Congreso de los Diputados. Ahora permanece colgado en el vestíbulo, sin duda el mejor lugar para poder ser visto, admirado o, mejor aún, contemplado con detenimiento: sobre el fondo blanco del lienzo da la sensación de que van entrando o acaban de entrar, por la izquierda del espectador, una serie de personas, todos hombres, a juzgar por su aspecto, con la excepción de una mujer, con chaquetas, cazadoras y abrigos de tonos uniformes, pardos y marrones. Algunos avanzan con los brazos abiertos y otros ya se han fundido en un abrazo. Pero lo más curioso del cuadro, lo que más llama la atención, es que no vemos la cara de nadie. Los rostros están ocultos por los gestos y los abrazos. No los vemos porque no interesan. No importan, son prescindibles, intercambiables, por eso se camuflan. Lo que de verdad importa es lo que todas esas figuras manifiestan: su voluntad de unión en la conciliación y en el acuerdo. El hecho de que para seguir adelante nadie sobra, que es necesario contar con todos. No vale la excusa de que algunos no son de los nuestros.
Si en mi mano estuviera, pediría a sus distinguidas señorías del Congreso de los Diputados que se pararan a meditar cada día un ratito delante del cuadro de Juan Genovés.
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