El domingo de Ramos, a las once de la mañana, en la plaza dels Apòstols de Girona, el obispo bendecía las palmas, palmones y ramas de laurel que los fieles –niños, mayormente– llevaban, como es tradición, para conmemorar el primero de los episodios de la semana santa cristiana: Jesús entra a Jerusalén como hijo de David, pero, a diferencia de cualquier autoridad de su tiempo, irrumpe sin soldados ni pompa, sentado sobre un pollino, acogido por sus seguidores, que agitan ramas y vocean alegres vítores, entre el reproche de los fariseos. La plaza dels Apòstols es un rincón pétreo, situado en un ángulo de la catedral. Los turistas contemplaban la bendición de las palmas, agradeciendo el regalo de un espectáculo imprevisto.
Revestido de pontifical, el obispo, con estilo de maestro de escuela, explicaba a los niños las escenas esenciales de esta vieja y extraña historia: la de un Dios amigo de los pobres, marginados y prostitutas, despreciado por los poderosos y bienpensantes, que es recibido en Jerusalén con alegría y que, durante una cena con sus amigos, es traicionado por uno de ellos y abandonado por los demás, encarcelado por las autoridades religiosas, juzgado por un político pragmático, condenado a muerte, torturado y clavado en una cruz, en la que muere después de una estremecedora agonía. Pero la historia –explicaba el obispo a los niños– no termina mal, ya que este hombre, que muere para cargar sobre sí las culpas de la humanidad, resucita; y la esperanza de esta resurrección inspira el sentido que los cristianos encuentran en la existencia.
Se esforzaba el obispo en buscar la máxima sencillez narrativa, pero los niños no parecían atenderle. Ya no se estrenan vestidos el día de ramos, sino todo el año, aunque nada parecía interesar más a los padres que el aspecto formal del acto. Después, durante la primera parte de la misa, en la bóveda catedralicia resonaban más el correteo y las risas de los niños, divirtiéndose a lo largo y ancho de la catedral ante la indiferencia o la impotencia de sus padres, que las escenas de la pasión, leídas por tres oficiantes con delicadeza.
Al final de la misa, mientras escuchaba los deliciosos cánticos de la Capilla de la Catedral, estuve un rato contemplando la escultura yacente de Ermessenda de Carcasona, obra de Guillem Morell, que, situada en un altar lateral, siempre me interroga en su plácida aceptación de la muerte. George Steiner, después de definirla en Errata (Siruela) como la cima desconocida de la escultura gótica, dice que es la viva demostración de aquel tópico: “La belleza absoluta es la invitada de la muerte”.
La placidez mortuoria del rostro de Ermessenda me transportó a otro tipo de placidez, la que Jesús mostró al enfrentarse a su muerte violenta. Generalmente, se ha asociado el calvario al sufrimiento extremo. En las procesiones de Semana Santa predomina precisamente el barroquismo de la aflicción, que el románico y el gótico filtraban de manera simbólica. Cada época ha expresado a su manera el sufrimiento de Jesús. De ahí que el Cristo de Andrea Mantegna, una de las pinturas más puramente renacentistas, enfatice la verdad humana de este dios muerto. Un cadáver de color incierto, con pies y manos agujereados, la barriga y el costillar deprimidos, el rostro hundido en el sueño irreversible de la muerte. La muerte de un Dios extraño que ha aceptado el destino humano más cruel.
El pensamiento dominante de nuestra época da por sentado que la resurrección de Jesús y, por consiguiente, la posibilidad de una victoria humana sobre la muerte, es un mito consolador al que ahora ya sólo se abrazan los muy ingenuos. Esta displicencia nos impide formularnos una pregunta capital que muchos lectores considerarán demodé. ¿Puede sobrevivir la cultura humana convirtiendo a Jesús en el pretexto de una tradición a la que los niños se inician como un divertimento más? Más genéricamente: ¿Podemos prescindir del legado cristiano?
El filósofo de las ideas Leszek Kolakowski contestó a esta pregunta en un texto póstumo. “¿Jesus, ridículo?”, publicado en la revista Commentaire que fundó el liberal Raymond Aron. Sin el cristianismo la cultura humana sería otra cosa, sostiene. Un judío sin lustre cambió el mundo, pero este cambio puede explicarse sólo en términos históricos. Se debe a una energía nueva: el amor. “No el amor como idea abstracta, sino como doctrina, como hecho, como energía que él ha derramado sobre el mundo”. Kolakowski se refiere a la ética del amor que se expresa, si es necesario, con la renuncia a la vida propia y con la asunción del sufrimiento de los demás. Se refiere a la determinación de colocar la otra mejilla cuando te clavan una colleja. Esta ética ha inspirado a mucha gente durante dos mil años, y continúa inspirando. Si desapareciera, la cultura humana sería otra. Sobre el fundamento de este amor sin límites, se desplegó algo más que una religión: “La pequeña parte de este amor que los humanos llevamos dentro es un reflejo, ciertamente débil, imperfecto, mezclado con el mal, pero siempre vivo, de aquella energía”.
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