Recordando aquellos años finales del franquismo y los primeros de la Transición, hasta la instauración definitiva de la democracia (cosa que algunos partidos pretenden ahora poner en duda), la palabra que para mí mejor resume aquel tiempo sería la de ilusión. Es decir, una fe ciega en que todo iba a cambiar y en que nuestra generación sería la primera que no fracasaría tras siglos de autoderrotas.
Hoy, esta primera virtud teologal la tengo que cambiar por la segunda de la lista, la esperanza. Esperanza, que no autoengaño. Para eso le he robado el título de este artículo a Ernst Bloch, cuyo libro se refiere a la utopía como una función esencial del ser humano. Una utopía marxista-metafísica que, según la interpretación de Habermas, conduciría a la libertad a través del poder totalitario del Estado, la violencia supuestamente justa, la planificación centralizada (los planes quinquenales soviéticos), el colectivismo y la extrema ortodoxia doctrinal. Todas estas mismas letanías volvemos a escucharlas, con supuestas palabras nuevas, a determinado partido. Bloch, esta especie de discípulo aventajado de Marx y de Teilhard de Chardin, explorador de las fuentes de la utopía, sin embargo acabó sus días no en la República Democrática de Alemania, sino en la Federal.
La palabra esperanza no tiene cabida en el marxismo, pues esta ideología lo tiene todo previsto, todo organizado y para qué una fe pequeñoburguesa como la esperanza. Sin embargo, como Unamuno escribió en El sentimiento trágico de la vida, yo creo porque espero.
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