Uno de los poetas españoles a cuyo descubrimiento y temprana fama más contribuyó el nicaragüense Rubén Darío con su indiscutible autoridad de precoz príncipe de las letras hispanas fue Antonio Machado, a quien se debe una de las definiciones de poesía que prefiero: palabra esencial en el tiempo. Efectivamente, los grandes poetas que en el mundo han sido perviven en nuestra memoria gracias a sus escritos y a la imprenta, «de injurias de los años vengadora» en expresión de otro escritor admirado por Darío en aquellos versos juveniles que rezan: De Quevedo imitar quiero la sabia Frase de fuego de sagrado encono, Y castigar a aquel que nos agravia.
Los clásicos perduran porque nos imitan, porque siguen diciendo con las palabras mejores en el orden mejor aquello que el resto de los mortales experimentamos con nuestros sentidos y albergamos en nuestra más profunda intimidad sin que seamos capaces, como ellos, los poetas, de expresarlo cabalmente. De ahí lo justo de conmemorar sus efemérides, tanto las de su nacimiento, las de la publicación de sus obras más importantes o las de sus centenarios luctuosos. Eso es lo que este año de gracia de 2016 todos los hispanohablantes y los ciudadanos de la República universal de las Letras vamos a hacer con Miguel de Cervantes, que falleció en 1616, unos pocos días antes que William Shakespeare. 1616 fue asimismo la data de la muerte de uno de los primeros grandes escritores nacidos del maridaje hispanoamericano, el Inca Garcilaso de la Vega, inmortal autor de los Comentarios Reales.
Preparémonos también para conmemorar con la máxima dignidad y respeto otro centenario no menos trascendente que el de Cervantes o los ya mencionados. El 6 de febrero de 1916 fallecía en la ciudad de León de Nicaragua Félix Rubén García Sarmiento, Rubén Darío, cuyos versos perviven por ser realmente palabras esenciales en el tiempo, y cuya importancia para el desarrollo creativo de la lengua española y de la poesía en ella escrita no fue menor, trescientos años más tarde, que la del manco de Lepanto para la prosa y la narrativa.
No creo equivocarme si afirmo que ambos, Cervantes y Rubén, Darío y don Miguel, constituyen las dos referencias indubitables para todos los que hablamos nuestra lengua común y amamos su literatura escrita en las dos riberas de la mar océana. Acabo de prologar la edición de los únicos doce manuscritos auténticos de Cervantes conocidos hasta la fecha, y el primero de ellos consiste ni más ni menos que en una carta dirigida por el entonces escritor novel a don Antonio de Eraso, secretario del Consejo de Indias de Lisboa, a quien le confiesa la decepción que le había supuesto no ver atendida su solicitud de un puesto administrativo en América. Mantiene la esperanza, sin embargo, y lo cito textualmente, de que por una próxima «carabela de aviso» llegue noticia de una vacante, y entretanto se ocupará en escribir su novela pastoril La Galatea.
Cervantes quiso, pues, renacerse como americano sin conseguirlo. Otra más de las decepciones y de los fracasos que jalonaron la vida de quien, sin embargo, en sus últimos años, escribió las dos partes de El ingenioso hidalgo y caballero don Quijote de la Mancha, obra genial que alumbró el nacimiento de la novela moderna y alcanzó en América un éxito temprano y sin precedentes. Rubén Darío tuvo más suerte: quiso hacerse ciudadano de todas las Américas: «Yo pan-americanicé», enuncia, con cierta jactancia, en la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» incluida en El canto errante. Pero también pretendió hacerse español de España, y en ambos casos alcanzó su objetivo. A él pueden atribuírsele sus propios versos dedicados al peruano José Santos Chocano:
Va como Don Quijote en ideal
[campaña, Vive de amor de América y de
[pasión de España
Vetado su viaje americano, Cervantes fue solo viajero por España, por Portugal, por Italia y por el Mediterráneo en donde combatió «en la más alta ocasión que vieron los pasados siglos» –para él, la batalla de Lepanto contra los turcos– y en Argel sufrió cautiverio. Rubén, por su parte, fue un viajero impenitente. Asombra cómo a lo largo de una existencia truncada a los cuarenta y nueve años de su edad el poeta pudo vivir, escribir y, a la vez, viajar tanto. Y ello redundó en que se convirtiera para nosotros no solo en el príncipe de nuestra poesía, sino también en un oráculo de nuestra identidad hispánica.
Los acontecimientos históricos que a lo largo del siglo XIX jalonaron las independencias de las repúblicas americanas, concluidos en 1898, año en que Rubén Darío se desplazó por segunda vez a España, hicieron concebir al nicaragüense, en palabras del poeta mexicano José Emilio Pacheco, «la necesidad de un panhispanismo en ambos continentes». Esto es, la imprescindibilidad de ese impulso de solidaridad y cooperación idiomática entre los pueblos hispanohablantes que marca a lo largo de los últimos decenios la política lingüística panhispánica desarrollada por la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) que me honro en presidir.
Rubén fue un auténtico escritor cosmopolita, pero a la vez su biografía acredita un panhispanismo vital que aureola con una indiscutible impronta novelesca su vida, «escrita por él mismo» en 1912. Nada más cierto, pues, que esta apreciación de Pedro Salinas: «Su vida era, por decirlo así, trasatlántica, y desde el continente donde residía seguía sintiéndose, en rara ubicuidad, en aquel otro que le faltaba».
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