Mi memoria no alcanza a las huchas del chino, el negro o el indio, de porcelana, tan bonitas. En el cole de las monjas salíamos a postular para el Domund con huchas amarillas con tapa azul, primero, y con los años, alcancías color naranja con tapa beis. Postular, qué verbo, ahora se desconoce esta acepción de “pedir por la calle en una colecta”, que reconoce la RAE. La cosa tenía su liturgia. Los escolares recibíamos los recipientes con responsabilidad, sabiendo que la salud y la prosperidad de mucha gente dependía de nosotros. Se sellaban las tapas con plomos y alambres, como si la justicia de Dios velase por el dinero de sus pobres, y sólo pensar en violar los sellos o tocar las monedas nos ponía los vellos de punta. Las colegialas nos derramábamos por las calles como una marabunta, pero cuando yo era pequeña no parecía molestar a nadie. Mucha gente contribuía y, de vez en vez, metía un billete de cien y hasta de quinientas pesetas, que avistábamos con emoción por la raja. Los que conseguían saturar las huchas, disfrutaban sopesándolas con ruido. Cuando yo postulaba habría por el mundo treinta, cuarenta mil misioneros. Diez años después se redujeron a 25.000. Hoy quedan 14.000 españoles increíbles repartidos por los cincos continentes. Son personas asombrosas, a las que les importa un ardite hacer dinero, engordar o adelgazar o seguir los programas de éxito de la tele. Que viven de otra manera. En todos estos años de periodismo sólo los misioneros me han confesado con naturalidad que son plenamente felices. Para ellos los años no se cuentan de uno en uno, sino en décadas. Pasan 20 años en Mali, como mi amiga Mercedes; o 30 años en Nigeria, como mi amigo Julián; u otros tantos en Filipinas o India. Hablan lenguas insólitas y no se las dan de sabios; viven con lo justo y no presumen de austeros; se derraman por los demás y dan las gracias. Anastasio Gil, el responsable en España del Domund, me recuerda que llega el domingo mundial de las misiones y agradezco escribir que por estas personas es más fácil creer en la vida, los seres humanos, el sentido positivo de la existencia. Más de una y dos veces, en el tráfago diario, en plena pelea laboral o social, he podido respirar pensando en ellos. En las agustinas misioneras que conocí en Argelia, en las franciscanas de Albania, en los salesianos de Níger. Me duele que los que aún se atreven a postular reciban a veces la indiferencia o el desdén por respuesta. Yo creo que una sociedad es mejor si consigue ver en estas alcancías pequeños depósitos de amor hacia el que lo pasa mal tan lejos, el que sufre enfermedades inexistentes aquí, el que entiende la palabra hambre, el que está exhausto de guerra. Metamos este domingo un billete de 50 euros en el cepillo o la hucha.
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