Alguno de los críticos más duros de Francisco ha reconocido en las páginas de este mismo diario que el Papa no ofrece en su segunda encíclica, Laudato si’, ninguna solución económica ni política a la cuestión ecológica. Antes lo criticaban por meterse a político y economista de cariz izquierdista. Ahora lo critican por presentar un texto carente de propuestas prácticas de algún tipo.
En cambio, se afirma que la encíclica nos obliga a los católicos a creer en algo nuevo: en el llamado «climatismo». La verdad es que ni lo hace ni hubiera podido hacerlo. La fe católica es siempre la misma, a diferencia de las ideologías que van surgiendo en el mundo al compás de determinados intereses e incluso de falsedades. Es la fe del Credo. El resto de la doctrina podrá ser más o menos obligada según su conexión con los artículos de la fe, pero nunca será propiamente objeto de fe. Por tanto, no es cierto que ahora los católicos tengamos que creer en el «climatismo», es decir, en esa teoría que establece un nexo exclusivo de causalidad entre la acción humana y el calentamiento de la Tierra.
Lo que sí es cierto es que Laudato si’ obliga a todos, y específicamente a los católicos, a no tomarse a broma la cuestión de la supervivencia del ecosistema planetario y de la vida humana en él, empezando por la de los más pobres. Los católicos estamos obligados a hacerlo así virtud de la razón ética que compartimos con todos los hombres, por supuesto. Pero además, de un modo especial, en nuestra condición de creyentes en Dios. La teología implica una ecología. Y a la inversa, la preocupación ecológica pone a la razón ante la cuestión de Dios. Aquí se encuentra, a mi modo de ver, la clave del magisterio papal sobre esta materia y, al mismo tiempo, el motivo inconfesado del malestar o del rechazo que algunos experimentan ante él.
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