Hace exactamente un año, las campanas dejaron de sonar en la ciudad iraquí de Mosul, que albergaba en su seno algunas de las iglesias más antiguas de la cristiandad, y una antiquísima comunidad que desde el siglo VII celebraba la liturgia caldea. La bandera negra del Daesh comenzaba a ondear en las azoteas de una metrópoli de casi dos millones de habitantes, la tercera de todo el país. Los yihadistas no tuvieron que hacer mucho gasto para poner en fuga a unas tropas iraquíes muy superiores en armamento y número, pero desmoralizadas, sin horizonte ideal ni liderazgo. La política sectaria del chií Al Maliki había descoyuntado el frágil equilibrio entre las comunidades que conforman el país, generando una fractura entre chiíes y suníes que ha sido aprovechada por la efervescencia odiosa pero eficaz del Daesh.
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