EL horizonte inmediato de la muerte hace que todo, hasta lo más trivial, revista tonos de metáfora. En los tiempos de verdad trágicos, cada gesto pone en movimiento dosis imprevistas de infinito. Y cobra valor de símbolo: intemporal, irrevocable. Como si, en cada uno de esos instantes, fuera la historia entera de los hombres la que se concertara.
En Nigeria, una mujer aldeana narra con admirable sobriedad el infierno. Al cual se vio condenada bajo su doble condición, culpable en tierra islámica, de mujer y de cristiana. Miles como ella están siendo secuestradas, violadas, vendidas como esposas o esclavas, o bien directamente asesinadas por el yihadismo en sus diferentes advocaciones: Boko Haram aquí, Estado Islámico en Irak, ramas locales de Al Qaida en Siria y Yemen... Secuestradas, violadas vendidas como esposas o esclavas, o bien sencillamente asesinadas, si no hay modo de rentabilizar mejor la mercancía, en el nombre y bajo la autoridad de un mismo libro: «El Libro», la escritura intemporal que Alá dicta a su profeta para que nada altere sus reglas santas en el infinito curso de los tiempos.
La mujer que habla ha sobrevivido a largos meses de maltrato y vejaciones. Cuenta su historia: «Todos los días moría una de nosotras y solamente esperábamos a que nos llegara el turno». Yo, que no soy cristiano, me quedo atónito ante la áspera constatación de cómo el mayoritariamente cristiano ?y militarmente hegemónico? Occidente ha podido permitir esto, que va camino de ser el mayor genocidio cristiano de la historia, sin mover un dedo. Sin ni siquiera hablar de ello demasiado. Como si asesinar en masa fuera signo de heroísmo. Como si en ser asesinado en masa sólo hubiera vergüenza.
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