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PRENSA

A su imagen

Juan Antonio Martínez Camino
20/03/2015 - ABC

Merece mucho la pena visitar la exposición A Su imagen, en el Centro Cultural de la Villa, de la madrileña plaza de Colón. Son cien obras maestras de los grandes: desde Van der Stock o Van Cleve hasta Berruguete, Velázquez, El Greco, Zurbarán, Ribera, Murillo o Goya, pasando por Tintoretto, Rubens, Van Dyck y otros. El escultor Gregorio Fernández está también muy presente. La variedad y calidad de la muestra es tal, que no faltarán descubrimientos para los amantes del arte y la cultura.
Pero A Su imagen, además de «arte y cultura», promete también «religión». La narración que articula la muestra es la historia de la salvación del Dios de Jesucristo: desde la creación hasta la gloria, pasando por el pecado, la profecía de redención y su cumplimiento en el Salvador. En esta historia se hallan las claves del modo de vida que llamamos occidental. Los conceptos antropológicos que inspiran la convivencia social o las imágenes que alimentan la literatura, así como las esperanzas más compartidas de la tradición cultural europea, hunden sus raíces en la historia que se narra en
A Su imagen. Por eso, son posibles lecturas de esta exposición desde muy diversas perspectivas. Me permito presentar aquí una de ellas: la que me ha venido en mientes al visitarla varias veces.
Una de las historias que más y mejor se cuentan es la de la Anunciación: cuando el ángel Gabriel anuncia a la Virgen que el Verbo eterno quiere hacerse carne en sus entrañas. Tres piezas representan ese momento clave de la historia de la salvación: el tríptico de Joos van Cleve, el del Bautismo del Señor del Maestro de Fráncfort y el boceto de Claudio Coello para el retablo del madrileño convento de San Plácido. La de Van Cleve, de la catedral de La Calzada (Logroño) ha sido elegida para el cartel de A Su imagen. Un gran acierto, porque es una obra de gran belleza; y, sobre todo, porque en la Encarnación se encierra el secreto del amor que la fe cristiana profesa a las imágenes y, por tanto, de la fecundidad artística del cristianismo. Sin la Encarnación no hubiera sido posible esta exposición, ni los tesoros artísticos de catedrales, conventos, iglesias y casas cristianas.
Comentando el misterio de la Encarnación, san Bernardo pone en boca de la Virgen estas palabras: «Hágase en mí la palabra, no pronunciada, que pasa, sino concebida, para que permanezca; es decir, revestida de carne, no de aire. Hágase en mí no sólo audible para los oídos, sino también visible para los ojos, palpable para las manos, portable para los hombros. Y no se haga en mí una palabra escrita y muda, sino encarnada y viva».
Sí, el Verbo eterno de Dios se ha hecho visible, audible, portable: se ha hecho hombre. Esa es la novedad divina de la fe cristiana y la razón de su profundo humanismo. Dios se abaja haciéndose hombre, para que el hombre pueda subir, siendo uno con Dios. Esa era, en realidad, la razón, el logos de la creación. Dios crea al ser humano «a su imagen» pensando en Cristo, que es la imagen original de Dios. De ahí el valor sagrado del ser humano. De ahí que todo ser humano, pequeño o grande, bueno o malo, sea persona y deba ser tratado siempre como fin en sí mismo, nunca como medio para nada. De ahí, también, que la belleza de la imagen humana sea el reflejo más real de la infinita belleza de Dios.
He intentado ver la exposición A Su imagen en esta perspectiva. Es una experiencia estupenda. ¿Por qué esa riqueza de bellos cuerpos humanos, en perfecta armonía con paisajes apacibles e ingeniosas arquitecturas? ¿A quién recuerdan el Adán y Eva en madera policromada de Alonso Cano, o el Adán marmóreo que El Greco pintó en el fondo del lienzo de san Ginés, apuntando desde su hornacina al Jesús que purifica el templo? ¿Qué evoca la figura musculosa de Isaac doblado sobre la roca, bajo el potente brazo de Abrahán, según Pedro de Orrente?¿Qué señalan desde fuera de la escena, barroca como pocas, las figuras también marmóreas de Moisés y de David que Claudio Coello pinta en su Anunciación? Y, dentro ya de la vorágine de rompimiento celeste, ¿qué profetizan allí Isaías y las sibilas? ¿Qué fuerza prefigura la del Sansón de Rubens, que rompe las fauces del león? ¿Por qué tantos ángeles con el dedo extendido: los hermosísimos de Gregorio Fernández, los del Maestro de Fráncfort, pero también los de Rizi, de la Almudena, y los del Cristo yacente de las Carboneras, de Francisco Camilo?
Evocan, prefiguran o señalan a Cristo, la Palabra viva, encarnada en las entrañas de María. Lo que Moisés y los profetas no vieron más que en sombras e imágenes se hace luz y carne en Jesucristo. Como decía san Agustín, lo que latía en el Viejo se hace patente en el Nuevo Testamento: la fuerza y belleza infinitas de la carne de Dios.
«He ahí al hombre»: Eccehomo. Es el niño que se sienta en el regazo de la Madre, como si de un trono se tratara, en la románica Virgen de Irache, o que juega con el pájaro que ella, premonitoriamente, mantiene sujeto, en el lienzo de Morales, de la parroquia de San Agustín, de Madrid. Es el Jesús adulto, en conversación con la pecadora, de Van Dyck, o con Marta y María, en la colorida escena de Musson. Y es, por supuesto, el que lleva la cruz sin dejar de mirar a la Madre, en el cuadro de Pulzone de Gaeta, que tanto impresionó a Velázquez. Es el Jesús clavado en el madero, de Ribalta, y el crucificado, de Almonacid.
Ese Jesús, Palabra visible, audible y portable, es la clave del universo. Él vendrá para juzgar, como representa Van der Stock en la última pieza de A Su imagen. Porque Él mismo estaba allí, con los hambrientos, los sedientos, los desnudos, los enfermos, los encarcelados, los muertos. Entre estos lo pinta seis veces el maestro flamenco, porque ellos, precisamente ellos, llevan también «su imagen».
La fe cristiana no es «una religión del libro», de letra muda. Es la religión del Verbo encarnado, visible para el arte y vivo hoy en la Eucaristía, pintada en las puertas de la Encarnación de Van Cleve; vivo también especialmente en los que sufren.

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