Los crímenes de París son moralmente execrables, fuere cual fuere la motivación de sus autores, pero la irrelevancia moral de las motivos no excusa la necesidad de tomarlos en cuenta desde otros puntos de vista. Jurídicamente hubiera sido necesario hacerlo para graduar la intensidad de la pena si los criminales hubieran sido sometidos a juicio, y políticamente se ha hecho de inmediato como evidencia la reacción de nuestros gobiernos. Plasmada en primer lugar, como corresponde a estos tiempos de política espectáculo, en la larga fila de presidentes que, cogidos del brazo, encabezaba la gran manifestación, e inmediatamente después en la adopción de nuevas medidas para luchar contra el terrorismo yihadista.
Un terrorismo de motivación religiosa y más precisamente de inspiración islámica. Los redactores de Charlie Hebdo fueron asesinados para vengar al Profeta y los cuatro clientes del supermercado kosher por ser judíos. Seguramente es cierto que la mayor parte de los musulmanes condena el terror, pero igualmente cierto es que se han sentido ofendidos por las caricaturas de Mahoma y que el conflicto palestino tiene, por ambas partes, un trasfondo religioso que no puede ser eludido si se quiere conseguir la integración de los musulmanes y luchar en serio contra la islamofobia que nos amenaza.
Una lucha políticamente inexcusable tanto por razones éticas como sociológicas. No hay Estado justo sin libertad de conciencia, ni pueden nuestras sociedades lograr el mínimo grado de cohesión indispensable sin integrar plenamente a los musulmanes que en ellas viven. Para lo primero, basta con afirmar la laicidad del Estado; para lograr lo segundo se han propuesto dos vías, enfrentadas en un debate que quizás todavía no ha tenido en España el eco que debiera: la del asimilacionismo y la del multiculturalismo. Para los asimilacionistas, la integración de los musulmanes exige la plena aceptación de los valores europeos, abandonando toda pretensión de matización o particularismo; el multiculturalismo sostiene, por el contrario, que la integración no debe (ni puede) imponer a los musulmanes el abandono de la propia identidad.
Ambas posturas defienden la laicidad, pero la laicidad, como la confesionalidad, puede ser entendida y de hecho es entendida en Europa de muchas maneras distintas. Es frecuente distinguir entre una laicidad "radical" y una laicidad "positiva". La primera recluye estrictamente la religión, cualquier religión, al ámbito privado, prohíbe toda manifestación religiosa de los gobernantes, e incluso, con mayor o menor intensidad, la presencia o exhibición de símbolos religiosos por simples ciudadanos en establecimientos administrativos; la laicidad "positiva", que por el contrario, admite la presencia pública de las religiones, ofrece a su vez dos variantes, según que además de ello, autorice la acción del Estado para favorecer su existencia, o niegue cualquier actuación de esa naturaleza para acentuar la neutralidad del Estado no sólo entre las distintas confesiones, sino también entre creyentes y no creyentes. Para distinguirla de la positividad benévola, esta última variante se suele denominar laicidad "neutral".
Es cuando menos altamente improbable que la laicidad radical de la que parte el asimilacionismo ayude mucho a la integración de los musulmanes, que se han sentido agraviados por la prohibición del velo en los establecimientos educativos, ratificada por el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (TEDH) en un par de ocasiones. Pero también es dudoso que baste para hacerla posible la laicidad positiva, en ninguna de sus dos variantes. Ni la benévola, difícilmente distinguible del confesionalismo tolerante del Reino Unido o Grecia, y que frecuentemente implica un trato desigual a favor de una u otra variante del cristianismo que también el TEDH ha considerado legítimo; ni la "neutral", muy enérgica y lúcidamente defendida entre nosotros por el profesor Ruiz Miguel en más de una ocasión, que asegura mejor la igualdad de trato, pero que como las anteriores, impone a los creyentes la obligación de aceptar la definición puramente secular de la justicia y los derechos, pues sólo la razón desligada de la religión puede servir de base a valores universales.
El multiculturalismo requiere ir algo más lejos, aunque no es fácil encontrar el camino. En la polémica suscitada hace años en Holanda, Timothy Garton Ash llamó a Hirsi Ali, una de las grandes abanderadas del asimilacionismo, "fundamentalista de la Ilustración", pero sin duda tampoco él, como defensor del multiculturalismo reniega de ella, pues el pensamiento ilustrado no es un pensamiento monolítico. Por esta vía no se puede avanzar mucho. Hay que razonar partiendo del presente.
En el mundo de hoy, las sociedades intensamente secularizadas como la europea son más bien la excepción que la regla. Habermas afirma que fuera de Europa, sólo existen en Australia y Canadá; ni en EE.UU., ni en el resto del mundo. De donde se sigue que, al menos fuera de Europa, la religión es una realidad viva y no un vestigio agonizante del pasado y que, obligado a convivir con ella, el pensamiento ilustrado ha de replantearse la relación entre estas dos maneras distintas de comprender el mundo. Esta es, en sus términos más simples y como yo la entiendo, el giro "postsecular" de la razón al que Habermas nos invita. Un giro que implica, de una parte, aceptar la existencia de la religión como un modo distinto, pero legítimo, de entender el mundo y de la otra una autocrítica para detectar el origen religioso, particular, en la definición de valores universales. Porque bien podría ser que nuestra Ilustración estuviese construida sobre una visión del mundo cristiana, no coincidente con la musulmana u otras.
Como no cabe sintetizar aquí esta compleja tesis, trataré de ilustrarla con un ejemplo de cierta actualidad. Nuestra Constitución señala como límites de la libertad de expresión el respeto a los derechos fundamentales en general, pero en especial el respeto al honor, la intimidad y la propia imagen. Reflejo, cabe pensar, de una concepción acentuadamente individualista para la que los aspectos más dignos de protección de nuestras vidas son los que nos separan de los demás y que es tal vez congruente con la visión cristiana, pero quizás también inaceptable para los musulmanes europeos.
Mucho queda en el tintero, pero el espacio se acaba y al fin yo no pretendo ofrecer soluciones, sino llamar la atención del lector sobre lo evidente. La globalización nos obliga a reformular el modelo espiritual europeo, como ya se está haciendo (sin mucha fortuna) con nuestro modelo social.
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