Con cada atentado terrorista de inspiración yihadista reaparece el coro de voces que pretende responsabilizar a la religión musulmana y a sus practicantes por los asesinatos cometidos en su nombre. A la primera, la religión, se le atribuye una naturaleza intrínsecamente violenta y excluyente que la haría incompatible con cualquier forma de vida democrática o régimen de derechos y libertades individuales. A los segundos, los practicantes, se les señala por la complicidad que algunos dicen adivinar tras los silencios, su incapacidad para la crítica a sus líderes religiosos, su resistencia a modernizar sus hábitos culturales y el continuo victimismo del que hacen gala, que con demasiada frecuencia acompañan de demandas orientadas a restringir derechos o construir dentro de nuestras sociedades espacios donde estos no rijan.
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