Llego al final de La ventana discreta (Libros de Vanguardia), de Antoni
Puigverd. El autor confiesa que ha querido huir -en la medida de lo
posible- del ruido del periodismo para hablar sobre todo de la existencia
-a lo mejor el periodismo debería hablar más de la vida- y por ello ha
utilizado como medida de sus meditaciones, vivencias y reflexiones un año
abstracto, con sus estaciones, sus meses y sus fechas señaladas. De
planiano lo califica el editor del diario; y proustiano, añadiría yo. Pla
decía que es más difícil describir (el ampurdanés lo hizo como nadie) que
opinar y que por eso todo el mundo opinaba. Pero no es menos cierto que
hablar de las emociones resulta difícil y acudir a la memoria para sugerir
percepciones puede resultar sublime. Les cuento todo eso porque Puigverd
concluye sus páginas hablando del invierno y me quedo con su idea de que la
Navidad es antes que nada promesa de la primavera. Y por eso es un tiempo
de nostalgia, pero envuelto en esperanza. Que, como recuerda el autor, es
hija de la tradición judeocristiana ("los antiguos romanos no conocían la
esperanza y ante el futuro, ellos se limitaban a mantenerse expectantes"),
que considera que la vida es un camino.
Los mensajes de estos días de Rajoy, del Rey y de Mas (el miércoles) están
cargados de esperanza, alimentada por la fe en nosotros mismos. El 2015
nace con una sobrecarga de esperanza, después de este ciclo de siete duros
años que nos ha tocado vivir. ¿Hay motivos para ello? Pienso que sí. No
sólo por la mejora de los datos macroeconómicos, sino sobre todo porque los
referentes sociales son mejores. ¿Alguien hubiera podido creer que un Papa
sería tan escuchado incluso por los agnósticos? No sólo la fe mueve
montañas, también el ejemplo de los hombres de bien.
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