Un buen consejo para hacer frente a la tantas veces irrefrenable tentación de entregarnos al zeitgeist, al espíritu de los tiempos, y someternos a la subcultura de la tribu televidente interconectada está en recordar que el mundo no se estrenó anteayer. Cuanto más sepamos del pasado, mejor entenderemos lo que pasa y nos sucede. Más libres y serenos somos frente a imponderables y añagazas, y menos esclavos de modas, histerias y pasiones. Es una buena práctica esforzarse por ir más allá de la historia abstracta. E imaginar personas concretas hace cien, hace trescientos y hace mil años en conflictos cotidianos, personales y políticos. En sus temores, inquietudes, emociones y conocimientos condicionados por la época en que vivían. Así es más fácil ponderar nuestras propias obsesiones, angustias y entusiasmos. Todos los que nos precedieron y se convirtieron en polvo gozaron y padecieron, sintieron como nosotros ser individuos únicos en el mundo.
Cierto es que el sentido de trascendencia está tan atrofiado como el propio hecho religioso. Pero no es difícil explicar una continuidad en la familia humana en la cultura occidental. Ha logrado construir a lo largo de siglos de guerras, reformas y debates una sociedad libre y abierta que, con todos sus grandes defectos y sus lacras, es admirable. Basada en la libertad de la palabra y el pensamiento, ha sido capaz de incorporar a sus mecanismos internos los recursos para la corrección de sus defectos y enmienda de vicios sin poner en riesgo sus pilares fundamentales.
Si esta civilización ha llegado aquí y ha vencido en desarrollo y eficacia, en compasión y libertad, a todas las culturas extrañas alternativas, ha sido por la libertad de la que gozó la creatividad del ser humano. Y esta libertad se debe al valor absoluto que nuestra cultura otorga al ser humano, basado en la fe religiosa de que fue concebido a imagen y semejanza de Dios. Que hoy sean muchos más los que dicen que Dios ha sido hecho a imagen, semejanza y necesidad del ser humano no cambia en absoluto los profundos anclajes de nuestra libertad, que están en el concepto del ser humano surgido del Viejo y el Nuevo Testamento. Cuanto más conocimiento tengan sobre este legado las jóvenes generaciones, mejor armadas estarán contra quienes quieren desterrar a la ignorancia ese carácter sagrado del ser humano. Despojado de él, la persona puede ser tratada como un animal más o menos sumiso y habilidoso para sus experimentos sociales. Estos lo saben y por eso combaten todo conocimiento del relato religioso judeocristiano en la cultura. Lo han hecho con tanta eficacia que hoy un profesor puede preguntar en la Facultad de Historia qué es el Monte Gólgota y nadie en clase lo sepa. Quedan muy pocos niños que en el Museo del Prado sepan algo de lo que se expone o cuenta en los cuadros que se les enseñan. Estos próximos meses hasta abril se da en Madrid una gran ocasión para quienes quieran a sus hijos y nietos un poco más blindados contra supersticiones políticas totalitarias. En una exposición en el Centro Fernán Gómez sobre arte sacro titulada «A su imagen», se ofrecen obras soberbias de grandes maestros en recorrido didáctico a través de los Testamentos. Desde el Greco a Velázquez, de Rubens a Goya, de Cranach a Murillo, los genios forman un espectacular paseo por el mensaje religioso de la Biblia. Y muestran a un tiempo la historia de la persona en el mundo occidental. Es una gloriosa exaltación del ser humano, del sagrado individuo, «a su imagen». Es una gran muestra sobre el elemento clave diferenciador entre nuestro concepto de la vida en libertad y otros, religiosos o políticos, que son sus enemigos irreconciliables.
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