Estuve en Caracas. Caminé por el centro —que muchos evitan por temor— entre edificios viejos tan bien preservados que parecían de estreno, y me senté en hermosos cafés que, dos años atrás, no existían. Al atardecer, descendí hasta un pasaje antes repleto de comercios, ahora un intestino de cemento sumido en un silencio amarillo, y retrocedí con miedo. Vi casas anoréxicas pegadas a un cerro verde lujoso. Vi casas bellísimas como caballos de carrera. Salí a cenar a las nueve en una zona acomodada —Altamira—, pero ya todos los restaurantes estaban cerrados “por seguridad”. Vi supermercados con estanterías vacías, o repletas de un solo producto: 100 detergentes marca equis. Busqué en las farmacias un remedio simple, un descongestivo, y no lo conseguí. Vi centenares de McDonalds, pero en las carnicerías no hay carne de vaca desde hace meses.
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