Como saben quienes leen esta columna, no soy nada proclive a la cultura de la muerte y, en consecuencia, he huido de todos los rituales que la sacralizaban. Por ello mismo, el día de hoy siempre me resultó antipático, a pesar de entender la perseverancia de mis padres en ir al cementerio, cada 1 de noviembre, a recordar a los que ya no están.
Reconozco, además, que había mucha belleza en ese ritual familiar, mi madre yendo a comprar flores bonitas, mis padres arreglándose con esmero en señal de respeto, el ratito de recogimiento ante las tumbas, hablando con ellos como si no se hubieran ido... Y de retorno, mi madre explicándome que esa ceremonia le hacía bien, que no se trataba de un ritual de muerte, sino de vida, que era, en definitiva, un acto de amor. Y así han ido pasando los años, uno tras otro, con mis padres acercándose al cementerio y yo huyendo de acompañarlos.
Huyendo... hasta este año. Por supuesto he padecido pérdidas cercanas que me han hecho sufrir, y tenía sobrados e intensos motivos para visitar sus tumbas, pero mi alergia a todo ello me alejaba de esa cercanía física tan inquietante, y así he ido cultivando el recuerdo y la memoria de otras maneras. Sin embargo hoy, 1 de noviembre del 2014, la pérdida tiene el nombre de mi padre, y esa muerte es tan punzante y dolorosa que quiebra mis inquietudes y mis prevenciones. Hoy, por supuesto, iré con mi madre al cementerio a honrar a mi padre, porque, a pesar de ser tan reacia al ritual, lo necesito como si fuera un bálsamo.
Sé a ciencia cierta que lo pasaré muy mal, que la imagen de esa losa fría escondiendo su cuerpo inerte me retornará la rabia que sentí al perderlo y quizás daré unos pasitos atrás en mi proceso personal de superación del duelo. Pero incluso sabiendo que será un roto seco en mi estado anímico, no puedo imaginar no ir a honrarlo. Sé que es una simple convención, una tradición religiosa heredada sin hacer preguntas, y que cualquier día es un buen día para visitar a nuestros difuntos.
Como lo es no ir nunca, porque las visitas interiores llenan eficazmente los vacíos. Pero lo cierto es que las tradiciones que se convierten en sólidos rituales familiares esconden una trascendencia profunda, son un legado de valores, emociones y cariño que nos mejoran como personas. Y la idea de acompañar hoy a mi madre para honrar a nuestras pérdidas, como hacía mi padre con ella, da sentido a lo que somos como familia. Nos une más allá de las palabras.
¡Qué difícil es el duelo! Hace algo más de dos meses que mi papá murió, y aún no soy capaz de entenderlo. Lo busco por los rincones, espero sus consejos, sus palabras, su tozuda y brillante presencia, y este silencio de él que ahora hurga en mi vida es una zona oscura que no consigue tener luz. Quizás hoy, ante su tumba, algo tenga sentido, pero lo dudo, porque la muerte es una hiriente sinrazón.
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