En una sociedad en la que se lleva el afán de protagonismo, resultan desconcertantes las figuras de quienes, como los misioneros y misioneras, se desgastan en su labor sin ninguna pretensión de atraer la atención sobre sí. Cuando ellos son noticia, lo son a su pesar, y única y exclusivamente por asumir en carne propia el dolor del pueblo en medio del cual realizan su tarea. Así ocurrió, por ejemplo, cuando hace justo veinte años, en 1994, fueron las misioneras en Ruanda y Burundi quienes dieron al mundo la voz de alarma del genocidio que estaba teniendo lugar; así está ocurriendo ahora con los misioneros afectados por el ébola, precisamente por haberse entregado en cuerpo y alma a curar a esos enfermos y a clamar por una ayuda internacional que nuestra indiferencia les negaba y les sigue negando.
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