HAY por lo menos una razón ?o más bien dos? de bastante peso para que sienta como algo muy cercano el movimiento de los estudiantes de Hong Kong por la democracia, pero no voy a detenerme en asuntos personales. Me preocupa la posible reacción del Gobierno chino a las protestas de los jóvenes hongkoneses, pero, sobre todo, me inquieta imaginar cómo reaccionarían los Estados Unidos y la Unión Europea si aquélla se tradujera en una represión brutal de las movilizaciones, semejante a la de hace veinticinco años en Tiananmen. ¿Se atreverían a tomar contra sus eventuales responsables unas medidas equivalentes a las que han adoptado contra el Gobierno de Putin por su acoso a Ucrania? Mucho me temo que no lo harían, y ello, no sólo porque sus vínculos económicos con China sean de mucha mayor envergadura que los que mantienen aún con Rusia, sino porque aquélla aparece hoy como un aliado necesario de Occidente en el caso de que el conflicto ucraniano se agrave hasta el punto de llevar la tensión con los rusos a niveles verdaderamente críticos. A diferencia de Ucrania, Hong Kong no marca una frontera estratégica entre potencias tradicionalmente enfrentadas. La geografía no juega a su favor. No es un espacio en disputa al que Occidente desee extender su influencia (por el contrario, fue graciosamente cedido a China por la metrópoli británica, como prenda del nuevo clima de buen entendimiento con el comunismo «reformista» de Pekín). O sea, que no cabe augurar a los estudiantes de la antigua colonia un apoyo superior al prácticamente nulo que las democracias liberales han dispensado hasta hoy a los disidentes chinos. En este sentido, están mucho más desamparados que los ucranianos. Si acaso existe un término de comparación, se encontraría en el movimiento democrático de los estudiantes de Venezuela, también abandonado a su suerte.
Sin embargo, y al contrario de lo que sucedió con las protestas estudiantiles en Caracas, es poco probable que el movimiento estudiantil de Hong Kong pueda extenderse a otras ciudades, dado el férreo control gubernamental de los flujos de información (en un territorio, por otra parte, inmenso). No cabe, pues, esperar que surja espontánea y ubicuamente una oleada de movilizaciones en apoyo de la revuelta, confinada en el Puerto de los Aromas. Lo que no deja de ser lógico, pues sus dirigentes no se han propuesto derrocar al Gobierno chino ni cambiar el sistema en la República Popular, sino mantener la especificidad «occidental» de Hong Kong como una democracia liberal no restrictiva, pero de ámbito local. Este planteamiento, que no despertaría simpatías excesivas en ningún sector de la población de la República si llegase a ser conocido, los deja solos ante el Gobierno comunista, que obviamente no va a aceptar desaparecer de la política hongkonesa, porque ello equivaldría a consentir la independencia del enclave. Como tampoco Occidente auspiciaría una aventura secesionista, convirtiendo Hong Kong en un protectorado de la OTAN (una especie de Kosovo asiático), lo más decente que podrían hacer los gobiernos y los medios de comunicación de las democracias liberales sería llamar al diálogo y a la negociación entre los estudiantes y el Gobierno de Pekín, sin atizar irresponsablemente la rebelión en aras de un fundamentalismo occidentalista, como hicieron en el caso ucraniano. Porque resulta muy estimulante especular con un desenlace feliz de la revuelta e incluso con la conversión de China a la democracia, pero también absolutamente falto de realismo, y no se debería sacrificar ni una sola vida a ese sueño imposible por puro determinismo geográfico.
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