A pesar de que lo políticamente correcto es hablar de solidaridad, sobre todo porque la izquierda se siente más cómoda con este concepto que le suena a laico, lo cierto es que la caridad, en su sentido cristiano, es la base de toda solidaridad. Personalmente, quizás porque he sido lectora de Las confesiones de san Agustín (aconsejo la traducción catalana de Miquel Dolç en la Bernat Metge), creo que la caridad es un concepto que los engloba todos, porque implica empatía, entrega y sacrificio. El propio san Agustín lo expresó en una frase que es todo un tratado ético e, incluso, podría ser un tratado político: "En las cosas necesarias, la unidad; en las dudosas, la libertad; y en todas, la caridad".
Sin embargo, en parte por los abusos que la imposición dogmática de la Iglesia representó durante siglos, en parte por el dogmatismo que también palpita en muchas ideologías de progreso, el concepto de caridad fue quedando obsoleto e, incluso, se consideró retrógrado. Y fue así como, en un pispás, después de siglos de gentes de Iglesia practicando la caridad por el mundo, pareció que esta, renombrada como solidaridad, era un invento de la izquierda. En el relato del progre cabían los médicos sin fronteras, las oenegés, los periodistas con su cámara al hombro, pero no tenían cabida las monjas y sacerdotes que habían llegado antes que cualquiera, jugándose la piel en las heridas abiertas del mundo. Lo políticamente correcto no podía aceptar la solidaridad con la cruz al cuello, porque les rompía demasiados esquemas.
Lo cual es, además de una estupidez, una gran injusticia porque el mundo es mejor por esa cantidad ingente de personas, cuya fe en Dios las ha impelido a dedicar la vida a los demás. Muchas de ellas en las esquinas más rotas del planeta, viviendo en condiciones infrahumanas, arriesgando la vida diariamente. Y muchas de ellas, muriendo. La última ha sido el misionero Manuel García Viejo, víctima del voraz y letal ébola que está sangrando las entrañas de África. Ha muerto en Madrid, después de haber sido repatriado desde Sierra Leona, donde dirigía un hospital. Pocas semanas antes había muerto otro sacerdote de la misma orden, Miguel Pajares, que también dedicó su profesión, su esfuerzo y su tiempo a las zonas más castigadas del continente negro. Su último destino, Liberia. Y si hiciéramos la lista completa de los sacerdotes y monjas que dan su vida al prójimo sin otro objetivo que vivir su fe como un servicio, necesitaríamos mucho papel. Son gentes de fe cuya fe da luz a las tinieblas, iluminando las zonas oscuras del mundo, allí donde habitan el olvido y la desesperación. Sirva este humilde artículo para expresar un hondo agradecimiento y una profunda admiración hacia todos ellos, creyentes cuyo Dios tiene alma humana. Retorno a san Agustín, y es palabra de santo: "Donde no hay caridad, no puede haber justicia".
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