La intervención de ayer de Aleksander Filonenko sobre el lema del Meeting de este año ha sido ante todo una ocasión sorprendente para entender más a fondo qué quiere decir que hay que ir “hacia las periferias del mundo y de la existencia” para poder reconocer que “el destino no ha dejado solo al hombre”.
Cuando pensamos en las periferias, inmediatamente nos viene a la mente un territorio marginal o marginado, que sufre por así decir su distancia respecto al centro y que tendría que ser devuelto al centro para salvarlo del aislamiento y la desolación. Todo eso tiene una verdad dramática. Pero no es todo –y aquí empieza la sorpresa–, porque existe otro modo de mirar y también de sufrir esta periferia, existe otro modo de ir hacia ella y encontrar en el fondo toda la necesidad y el grito propios de la condición humana. Esto es reencontrar el centro dentro de la periferia, ese centro que es el corazón libre del hombre y su apertura al misterio infinito, a ese “océano del misterio”, usando el título de un libro reciente de Filonenko, que atrae y solicita a nuestra vida. La vida de todos nosotros, periféricos, cuando descuidamos nuestra relación con el origen, tal vez no por nuestra culpa, o por una decisión deliberada nuestra, sino porque somos hijos de un tiempo en el que esa relación ha dejado de ser evidente y precisamente por eso corre el riesgo de convertir cualquier vida en marginal, hasta la mejor instalada en el centro de nuestros “imperios”.
Filonenko ha mostrado cómo todo el drama de la cultura contemporánea –con tantos obligados a padecer la pobreza y la incertidumbre, la guerra y la falta de sentido, la penuria material y la miseria moral– se juega en comprender y compartir hasta el fondo esta condición de nuestra época no solo como una pérdida o un obstáculo, sino también como una oportunidad formidable: la ocasión y al mismo tiempo la invitación a descubrir toda nuestra necesidad, y sobre todo a percibir de qué y de quién tenemos verdadera necesidad. Solo descubriéndolo en el centro de nuestra necesidad, Cristo puede volver a revelarse y a salir a nuestro encuentro como una “compañía” real para la soledad del hombre.
El desafío lanzado por Filonenko no está hecho de análisis estratégicos, de consignas sociopolíticas o de indicaciones morales sobre cómo debemos comportarnos, sino ante todo de la invitación a tomar conciencia de la belleza de nosotros mismos y del mundo que la experiencia cristiana sigue despertando misteriosamente. Es un desafío porque parecería algo abstracto o sin incidencia respecto a la gravedad de las crisis de nuestro tiempo, y en cambio constituye el factor más concreto y también el más operativo, la letra más “urgente” para afrontar las dificultades personales y sociales que incumben (como atestiguan los famosos hechos de la plaza del Maidán en Kiev, que ha protagonizado en primer plano el propio Filonenko y a los que se ha referido varias veces en su intervención).
Lo que ha descrito el filósofo (aunque también físico teórico y teólogo) ucraniano es una nueva antropología de las periferias, no en el sentido de una enésima teoría sobre el hombre y sus condicionamientos, sino en el sentido de una nueva “imagen” de sí mismo que se delinea a partir de la experiencia del destino que vuelve a hacerse amigo del corazón y de la razón. Una antropología del orden de las “imágenes” (como señaló Emilia Guarnieri comentando en caliente la intervención de Filonenko), allí donde la imagen ya no es sinónimo de “apariencia” superficial sino de una figura o de una “forma” donde se encarna y resplandece el sentido último de las cosas.
Con una actitud de pensamiento y un ejercicio de la mirada que le vienen directamente de la tradición ortodoxa de la contemplación de la belleza, Filonenko ha profundizado en este redescubrimiento de la imagen cristiana del hombre como en un movimiento en espiral, poniendo en evidencia siete dimensiones o características propias de la experiencia del centro que late en las periferias de la existencia. Me permito entre ellas evidencia en primer lugar la extraordinaria potencia de la primera imagen, de la cual en el fondo descienden todas las demás, es decir, el descubrimiento de la propia “vulnerabilidad” como rasgo característico de la condición humana, tal vez de todos los tiempos, pero de manera particular de nuestro tiempo.
Ser vulnerables no significa para Filonenko ser impotentes o fracasados sino estar abiertos y disponibles a dejarse tocar por la realidad de la necesidad, propia y de otros. Es una herida que, por decirlo así, no puede obviarse nunca, porque nuestra razón nunca podrá dejar de “mendigar” el infinito y nuestra libertad nunca podrá dejar de verse tocada por la “mendicidad” del destino que nos circunda, según una de las “imágenes” más adecuada y más precisas del ser humano que nos dejó don Giussani.
“Pero si en la vida del hombre existe esta posibilidad inmensa de alegría –ha afirmado Filonenko– se plantea siempre una pregunta: ¿cómo es posible que los hombres puedan pasar al lado de esta felicidad y no notarla?”. ¿Qué les frena ante la posibilidad de esta alegría? El hecho es que “nosotros esperamos que Dios responda a nuestras preguntas enviándonos un ángel, mientras que en cambio nos manda como respuesta las circunstancias”. Tal vez las circunstancias periféricas que nosotros no aceptamos. Pero la cuestión es aprender a reconocer en las circunstancias históricas que nos vienen dadas “no solo un caos”, es decir, una realidad sin sentido, difícil, absurda, sino “algo que es más parecido a la orilla del océano, esa orilla desde la que llega hasta nosotros la invitación del misterio. Respondiendo a esta invitación, nosotros descubrimos nuestra persona”, y con ella “descubrimos el mundo entero”.
La periferia no es una cuestión de geografía, es decir, de espacios, sino de conciencia, es decir, de tiempo y de historia. La conciencia del inicio que no pertenece solo al pasado sino que vive en el presente y abre paso a la esperanza del futuro.
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