LA tradición no es solo un homenaje al pasado, ni menos un diletante ejercicio de arqueología cultural: es la forma en que los pueblos se vinculan a las raíces de su memoria. La tradición es un pacto de la sociedad con su propia historia para buscar y extraer de ella unas señas de identidad definidas en costumbres y ritos simbólicos. Las grandes naciones blasonan de fidelidad a ese patrimonio inmaterial definido por los antepasados y expresado a través de reglas y de hábitos civiles, religiosos, estéticos o sociales. Las verdaderas tradiciones no son viejas sino clásicas porque las preserva del envejecimiento una continua actualidad que rescata la vigencia de su sentido alegórico.
La Semana Santa articula en España una parte esencial de esa identidad comunitaria. Salvo en las playas, y no en todas, el país entero celebra una fiesta memorial que moviliza una excepcional energía colectiva. En cada territorio, en cada ciudad, ese carácter idiosincrático se expresa de un modo particular unificado por un sentido espiritual y estimulado por la vocación del embellecimiento y la excelencia. El recogimiento penitencial castellano, el desgarro extremeño, la barroca exuberancia andaluza, la voluptuosidad mediterránea o el manierismo murciano son hilos invisibles que cosen el tejido de la nación con una misma sentimentalidad e idéntica pasión emotiva. Los valores impresos en esa celebración heterogénea ?solidaridad, delicadeza, mística, organización, hermandad, belleza? testimonian la vigencia de ese ímpetu popular en el que gentes de toda condición se agrupan bajo un impulso emocional que las identifica con su tierra, con sus creencias, con su paisaje moral y con su orgullo histórico.
Por su naturaleza abierta, participativa y transversal, la Semana Santa constituye una verdadera fiesta nacional incluyente, masiva y democrática, que a partir de su índole religiosa permite la incorporación de todos los sectores sociales a una liturgia en la que cada individuo puede encontrar su papel, desde el protagonismo proactivo de penitentes o costaleros hasta la distancia contemplativa de los espectadores o los turistas. Sucede que, desde luego, se trata de una manifestación esencial de fe, testimonio de la intensa tradición de espiritualidad que late en el sustrato cultural de la sociedad española, pero ningún culto confesional reúne entre nosotros un respeto tan profundo ni un consenso tan sólido. Donde no llegan las creencias alcanzan la sensibilidad, el sentido de pertenencia, el impacto sensorial o el patetismo arrebatador de la belleza plástica. Y también la hondura compasiva de una conmemoración del sufrimiento, del sacrificio y del perdón: conceptos universales que constituyen la clave moral de cualquier conciencia humanitaria.
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