Entre las palabras de Juan Pablo II que atesoramos tantos de mi generación, figuran sin duda aquellas pronunciadas en la catedral de Compostela en noviembre de 1982, con las que el primer Papa eslavo, que acababa de superar milagrosamente un intento de asesinato, pretendía sacudir la complacencia y el escepticismo de una Europa partida en dos mitades por un telón que llamábamos “de acero”.
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