EL PASADO 20 de diciembre el Consejo de Ministros aprobó, a propuesta del ministro de Justicia D. Alberto Ruiz Gallardón, el anteproyecto de Ley Orgánica para la protección de la vida del concebido y de los derechos de la mujer embarazada. El texto cumple un compromiso expresamente señalado en el programa electoral con el que el Partido Popular acudió a las elecciones generales de 2011 y que fue refrendado por 11 millones de votantes.
El anteproyecto ahora presentado viene a corregir algunos aspectos de la conocida como Ley Aído, promulgada en 2010 bajo el Gobierno de D. José Luis Rodríguez Zapatero, una legislación que no estaba incluida en el programa electoral del PSOE en 2008 y que ha sido ampliamente criticada no sólo en España sino a escala internacional. Por citar un ejemplo, la propia Organización de Naciones Unidas, a través de su Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, ha recomendado la supresión de parte de su articulado.
Con el máximo respeto expongo lo que en conciencia creo. El aborto no es un derecho ni un procedimiento de anticoncepción; es una tragedia personal y un fracaso social. Que no es un derecho ni un método anticonceptivo lo han dejado meridianamente claro el Tribunal Constitucional y, más recientemente, el Parlamento Europeo, entre otras instancias de máximo nivel. Sobre lo que supone de tragedia personal y fracaso de toda la sociedad, poco más puede añadirse a los millares de estremecedores testimonios acumulados a lo largo de estos últimos años (a ellos no podemos sumar los de millones de seres humanos que no han podido nacer y a los que se ha privado de su principal derecho, su derecho a la vida).
Por mi condición de militante del Partido Popular y por propia convicción personal y moral, he leído el anteproyecto con una especial atención. Mi conclusión es que se trata de una legislación necesaria porque, conforme a lo indicado por el Tribunal Constitucional hasta en tres ocasiones, sienta las bases para gestionar desde una perspectiva humanista el conflicto entre el bien jurídico que es el concebido no nacido y los derechos de la mujer.
Donde la vigente Ley Aído ocultaba al no nacido (sólo se refiere a él para aludir a sus eventuales enfermedades incurables e incompatibles con la vida) el nuevo anteproyecto apuesta por extenderle un conjunto de las garantías propias de un Estado social de Derecho; donde la Ley Aído dibujaba una mujer irreal que disfruta de una sexualidad cincelada a golpe de legislación en la que un trauma como el aborto se presenta como un hecho aséptico y sin dramáticas connotaciones vitales y morales, el anteproyecto ahora presentado aboga por la mujer real, agobiada y acosada por sus problemas personales, sociales, afectivos y económicos, que requiere asesoramiento, apoyo y soluciones solidarias.
Además, la ley incorpora noticias que necesariamente debemos valorar de manera positiva: garantiza que las menores de edad tengan que contar con sus padres en la toma de esta decisión y que, en caso de cualquier clase de conflicto, dispongan de la tutela y protección de un juez que deberá pronunciarse al respecto en un plazo de tiempo no superior a los cinco días; regula la objeción de conciencia del personal sanitario (se trata de un aspecto que no estaba contemplado eficazmente en la anterior legislación, pese a haber sido demandado de manera reiterada por los profesionales en particular y por la sociedad en general, y que ahora se sustancia de forma explícita y rigurosa); se instaura un sistema más completo de información y asesoramiento a la mujer.
El Gobierno de la nación aspira a crear el máximo consenso posible, pero siempre desde la perspectiva de una sociedad solidaria y sensible, que no puede mostrarse indiferente al dolor ajeno ni a la indefensión de los más vulnerables.
Nada puede ser más digno y más progresista que defender la vida del más indefenso, del más débil, del más desamparado.
En un reciente artículo, mi compañero del Partido Popular Luis Peral planteaba algunas cuestiones que creo necesario exponer de manera pública: ¿por qué ningún tratado internacional suscrito por España reconoce el aborto como un derecho?; ¿cómo justificar que, debido al uso eugenésico del aborto, en la actualidad no lleguen a nacer el 90% de los niños con síndrome de Down cuando muchas personas con este síndrome están estudiando, trabajando e incluso (pensemos en el caso del Ayuntamiento de Valladolid) son concejales que representan a sus ciudadanos?; ¿es progresista que se sigan produciendo casos de acoso laboral por embarazo o maternidad (un acoso que sólo pueden sufrir las mujeres y del que no se habla)?; ¿es progresista proteger el inmenso negocio de las clínicas abortistas, en muchas ocasiones realizado en fraude de las leyes vigentes sobre el aborto desde 1985?
Me niego a pensar que el nasciturus sea considerado como un objeto material, como una cosa que merece un nivel de protección inferior al que se otorga a las plantas o a las especies animales. Estamos hablando de un ser humano, de una vida desamparada a la espera de alguien que la proteja; estamos aludiendo a un niño que quiere nacer para sonreírnos, para decirnos «papá, mamá, gracias por darme la vida», que a lo largo de su vida se relacionará con otros niños como él, con los que jugará y estudiará; y estamos refiriéndonos a alguien que, en el medio y largo plazo, se planteará tener su propia familia, sus propios hijos. Estamos refiriéndonos a alguien que podría cambiar nuestro mundo.
Se ha quedado grabada una afirmación de Steve Jobs, fundador de Apple y, muy posiblemente, una de las personas que han tenido un mayor impacto en nuestras vidas en estas últimas décadas. Su madre, soltera y sin recursos, pensó en abortar cuando se quedó embarazada de él a mediados de la década de los años 50. Pero no lo hizo y decidió darlo en adopción, algo que él siempre se encargó de recordar con estas palabras: «Yo me alegré de no haber terminado en un aborto».
PENSEMOS EN qué hubiera pasado si su madre no hubiera tomado esa decisión. Y, sobre todo, pensemos en lo que podrían aportar a la sociedad en general y a sus familias en particular tantos niños que no pueden ver la luz, que jamás podrán disfrutar de la vida porque se considera que el aborto es la mejor solución ante un embarazo no deseado.
Vuelvo a reiterarlo: desde el máximo respeto, ¿qué tipo de sociedad estamos creando si no somos capaces de defender a los más débiles?; ¿es posible mirar hacia otro lado y soslayar un problema de colosales dimensiones sociales, morales y humanas?; ¿sobre qué columna vertebral aspiramos a consolidar el Estado social de Derecho expuesto en el artículo primero de nuestra actual Constitución?
En definitiva, cuando nos situamos ya a mediados del primer tercio del siglo XXI, me resulta incomprensible estar hablando de la necesidad de defender la vida. Creo que ha llegado el momento definitivo para subrayar que el aborto no es una cuestión que se identifique con un pensamiento ideológico determinado: ni hay una posición de izquierdas o de derechas ante este tema ni es un aspecto relacionado con ser conservador o ser progresista (una vez más insisto en que nada puede ser más progresista que la defensa de la vida). No podemos trivializar con un asunto que afecta tan hondamente a los seres humanos. Por eso, su tratamiento responsable y su adecuada resolución nos compete a todos porque incide en la ética y moralidad del conjunto de nuestra sociedad.
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