Quinientas personas víctimas de la crisis se sentaron el pasado 22 de diciembre en las mesas del Palacio del Negralejo de Madrid para disfrutar de una cena elaborada por algunos de los chefs más destacados del país, como David Muñoz o Quim Casellas. La iniciativa Te invito a cenar y 400 voluntarios hicieron posible este evento, un cuento de Dickens algo castizo.
Cinco cubiertos de plata, uno para cada plato. Cuatro copas de cristal, una para cada bebida y la de champagne coronando el conjunto. Manteles blancos a juego con las servilletas y las sillas. Velas que forman una torre de pequeñas luces... El salón del Palacio del Negralejo se llena con los invitados. Reyes y reinas destronados a consecuencia de la convulsión de los tiempos toman asiento y tocan la mesa, para confirmar que sí, que están allí. Al menos por un día, por una cena, todos volvieron a tener esas posesiones que perdieron cuando los desahuciaron de sus viviendas, de sus orígenes y de ellos mismos.
Como Hamza El Mouifi, un joven de Marruecos despojado de sus raíces y de su linaje. Acaba de cumplir 20 años, pero ya lleva cinco en España. Vino para enriquecerse y enriquecer a los suyos, pero no fue fácil. Con 11 años viajó a Madrid con su padres para visitar a unos tíos suyos. Tenía claro que no quería volver. Le encantaba «la luz de España, la gente, la cultura». Por eso, cuando los suyos volvían a su casa, él se escapó y anduvo deambulando sin rumbo fijo durante unos días. «No quería estar en Marruecos. Allí no hay futuro. Estuve durmiendo fuera de casa para que nadie se enterase. Al día siguiente llamé a mi tío y le dije que me había quedado en Madrid y que estaba en la calle. Estuve con ellos como dos meses, pero empecé a tener problemas con la mujer de mi tío. Me metía miedo, me decía que iba a llamar a la Policía y que no podía estar en casa. Así que me fui».
Éste fue el primero de muchos episodios de idas y venidas. El joven marroquí volvió a pedir ayuda a otro de los suyos. Era Mustafa, su tío, que lo acogió durante algún tiempo. Era 2008. Año crítico de inicio de crisis. Año en el que los ladrillos que pusieron hombres como él se derribaron de golpe. «Hamza se quedó conmigo un poco, pero cuando me quedé en paro no pude mantenerlo. Tengo dos niños y no podía con todos. Lo intenté pero no pude», explica abatido Mustafa.
Con este panorama, Hamza regresó al techo sin techo de la calle. Y la situación comenzó a superarle poco a poco. «Un día me reuní con un amigo, Tata. Me dijo que me iba a presentar a alguien. Acudí un día al Centro Hispano Dominicano y conocí a Fernando Morán (coordinador del centro), que fue quien me cambió la vida. Me acogió en su casa, consiguió mis papeles, me ayudó a encontrar trabajo e hizo que creyera y supiera qué significaba la palabra te quiero», dice con una sonrisa amplia que ilumina su oscura tez.
Hamza tiene claro cuál es su pasado y cuál su presente. Por eso se presentó como voluntario (además de invitado) a esta cena. «Cocino en esta cena porque quiero ayudar a la gente, que sea feliz. Servirles un plato de comida caliente y darles cariño es muy importante, porque a pesar de que eso parezca poco, lo es todo y eso es lo que también quiero que sienta la gente que se siente a la mesa, incluido mi tío».
Pensar en agradar al comensal. Buscar su máxima felicidad. Emocionarse con los cinco sentidos. Que el gusto sea quien marque las acciones de las personas. Así se guía David Muñoz, chef de Diverxo (tres estrellas Michelin), que cocina para el evento unas lentejas con mallorquina y curry. «No hago esto por sentirme mejor persona. Yo tengo la suerte de que Diverxo es lo que es, y hemos trabajado mucho para que sea lo que está siendo. Una forma de devolverle a la gente ese apoyo y ese reconocimiento es estar en este tipo de actos. Si además tenemos la repercusión mediática, yo vengo, no una, sino 50 veces».
Al fin y al cabo, para este explorador de fogones la cocina tiene que favorecer la construcción personal, el esfuerzo y la superación, como han hecho los jóvenes que han descubierto por medio del guiso y la sartén una carrera profesional. «No hay que olvidar que esto es una profesión de artesanos que tiene una parte muy creativa y artística. A mí este tipo de cosas me gusta hacerlas porque me encanta cocinar. Soy muy freak con mi oficio. A mí no me cuesta venir a un sitio como éste, estar cocinando con gente que no conozco y haciendo algo que objetivamente tiene los mismos valores que hago en Diverxo: que la gente se vaya contenta. Unas lentejas bien hechas, no solamente te satisfacen a nivel físico, sino que además alimentan el alma. Probablemente a esta gente las lentejas de hoy le alimentarán el alma para tres o cuatro días más».
Una de esas almas es Mª Antonia. A sus 53 años, y con los 700 euros que gana al limpiar, sustenta a toda su familia. Tiene tres hijos y tres nietos y ayuda «porque mi hija no puede con todo». Hace virguerías para llegar a fin de mes. En su casa no encienden la calefacción porque no pueden pagarla; «el frío se combate con mantas», dice sonriendo como puede. Ésta es la primera cena en la que van a estar todos juntos. «Llevamos cinco años sin reunirnos y sin ir a sitios como éste. Mi hijo el mayor estuvo en un centro, por problemas de drogas y eso. Ahora parece que estemos de nuevo todos juntos. Es un regalo», cuenta mientras se gira mirando a toda la estampa familiar.
Un deseo similar al de Guadalupe Rodríguez Gutiérrez, una joven madre de 34 años que acaba de perder la custodia de su hijo de seis, «lo único que me hacía levantarme cada mañana». Su hijo está con los padres de su marido; «les dieron la custodia porque decían que no estamos cualificados para tenerlo», explica con la voz entrecortada. Fue el Banco de Solidaridad, el que le entrega una caja de alimentos cada mes, quien le invitó a la cena. Para ella, aunque sea gente ajena a su familia, ha hecho más que la suya.
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