La salmodia de los niños de San Ildefonso cantando la lotería es para mí como la magdalena de Proust. Emergen en mi interior sentimientos de nostalgia e imágenes de un pasado que ya sólo existe en mi memoria.
El día de la lotería era la fecha en la que comenzaban las vacaciones de Navidad. Recuerdo las primeras retransmisiones de un sorteo en el que la gente hacía cola para entrar. Eran los tiempos de la España de la televisión en blanco y negro, de los Seat 600, de los planes de desarrollo, de las películas de Alfredo Landa y el gran Iríbar jugaba de portero en la selección.
Hay en mi cabeza una escena profundamente grabada con la que sueño de forma recurrente. Corresponde a la cena del 24 de diciembre de 1967 cuando yo tenía 12 años. Hacía un frío espantoso y una niebla espesa cubría Burgos. Veo a mi padre bendiciendo la mesa junto a mi madre y mis tres hermanos.
Fue uno de esos raros momentos en la vida en los que uno tiene conciencia de la fugacidad del tiempo. Yo sabía que aquel instante de felicidad y plenitud iba a durar muy poco y, por eso, intenté grabar en mi memoria los gestos, el calor de la estancia y las palabras de mi padre.
Pero las navidades nunca han vuelto a ser como aquellas de mi infancia. Cada año se han ido sumando las ausencias de los seres queridos a la lejanía de unos recuerdos que se van difuminando para transformarse en pura reminiscencia. Nada como estas fiestas revela la implacable naturaleza del tiempo porque la Navidad se convierte en el doloroso espejo de un pasado perdido y recobrado en la repetición de unos ritos que empiezan con la lotería y acaban con la llegada de los Reyes Magos, anhelo de una felicidad imposible.
La Navidad, como la vida, es siempre una expectativa que no se cumple, una pasión inútil que se reafirma en su propia imposibilidad. Pero para saberlo hay que haber cumplido unos años porque la ilusión decae proporcionalmente a la edad. Los mayores no tienen Navidad porque el pasado tira de ellos mucho más que el futuro.
Por un lado, me gustaría que hoy fuera ya el siete de enero, pero, por otro, me aferro desesperadamente a esos instantes que evocan lo que el tiempo me ha arrebatado para siempre. Feliz Navidad, amigos.
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