VEMOS cruces rotas o quemadas, iglesias en ruinas y también, en ocasiones, cadáveres calcinados. Son imágenes que nos llegan ocasionalmente. Cierto que con alguna frecuencia. Pero como brotes aislados de violencia lejana. Son incidentes remotos con víctimas desconocidas. A las que prestamos poca o ninguna atención. Porque el mundo produce más noticias trágicas de las que podemos digerir. Porque tenemos nuestros propios problemas que siempre nos parecen los mayores. Por mucho que sepamos que son cuitas ridículas comparadas con otras que se sufren lejos. Todo esto, todo aquello, genera una muy densa y eficaz cortina de hechos y angustias que nos impide ver uno de los fenómenos más trágicos, amplios y trascendentes que se produce en el mundo en este comienzo del siglo XXI. Es la persecución a muerte de los cristianos y el exterminio de la cultura cristiana en muchas regiones de la Tierra. En muchas de ellas con raíces y tradición milenaria. No estamos ante inocentes religiosos o brotes de odio entre comunidades. Sino ante una persecución sistemática del cristianismo en muchas regiones donde es minoría. Y con intención de acabar con su existencia, de extirpar cristianismo y su memoria de países en los que ha sido parte capital de su identidad durante siglos.
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