Nuestra Iglesia sufre, está herida y dispersa por distintos motivos, entre los cuales: el empeoramiento de la situación de la seguridad en Irak tras la caída del régimen en 2003, la pérdida de una visión de la realidad presente y del futuro, la continua hemorragia de la emigración, el hecho de que numerosos sacerdotes se hayan ido a Occidente y la adhesión de algunos de ellos a otras iglesias, la ausencia de una instancia central y el olvido de las leyes eclesiásticas que regulan las relaciones personales y la organización de las estructuras. La herencia es muy gravosa, por tanto, me veo obligado a escribiros, como padre de toda la Iglesia caldea, para compartir con vosotros las preocupaciones, los deseos y la responsabilidad. Os invito a una pausa de reflexión seria sobre nuestra situación actual, a fin de reencontrarnos a nosotros mismos, restablecer nuestra Iglesia y recuperar el papel que le asignó Jesús Nuestro Señor.
Se trata de una ocasión propicia para trabajar juntos como un equipo unido, en el único espíritu evangélico, para servir a nuestro pueblo sin distinciones. Por lo tanto, no dispersemos los esfuerzos y no perdamos tiempo en divagaciones.
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