“Nada de lo humano me es ajeno”, dijo el romano Terencio, y es verdad: si miramos bien dentro de nosotros ahí está todo, lo sublime y lo atroz, la capacidad para acabar convertido en un ángel o un verdugo. Y, dentro de ese casi infinito abanico de posibilidades, uno escoge. Uno siempre escoge aunque no lo sepa porque la pasividad también es una elección. Que te compromete, y te mancha como cualquier otra. Escogemos todos, pues, los individuos y las sociedades, y podemos dejarnos llevar por nuestros peores instintos, por las emociones más primarias y más bárbaras, o levantar la cabeza, aplicar la empatía y la razón, intentar ser mejores de lo que somos, mirar lo grande que es el cielo, como decía Hipatía en la bella película de Amenábar.
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