Cataluña podría tener un problema con la democracia. Acaba de ganar pírricamente las elecciones un hombre que ha provocado la fractura social más importante de la historia moderna, que amenaza con convertir en extraños a más de la mitad de la población catalana. De fábrica de España a fábrica de extranjería. Un hombre que interrumpió la legislatura cuando aún no había cumplido los dos años, sin haber perdido su mayoría parlamentaria ni por ninguna otra causa de fuerza mayor; solo bajo la hipnosis de la manifestación del 11 de septiembre que le llevó a confundir las masas vociferantes con los ciudadanos votantes. Un hombre que obligó a los catalanes a gastarse más de 30 millones de euros en un proceso electoral que le ha dejado con doce escaños menos de los que tenía.
Pero, sobre todo se trata de un hombre que entre ese 11 de septiembre y el día de ayer ha dejado dichas estas cosas: «Este Parlament ha votado en más de una ocasión que Cataluña tiene derecho a la autodeterminación. Ha llegado la hora de ejercer este derecho.»
«Si nos tumban la consulta tendremos que internacionalizar el conflicto.»
«Ojalá nunca más tengamos que ver la violencia como una manera de hacer las cosas.»
«El proyecto para que España siga siendo España está definitivamente agotado.»
«No nos detendrán ni los tribunales, ni las constituciones, ni nada de todo lo que nos pongan por delante.»
«Espero que yo sea el último presidente de Cataluña al que el Estado español, de forma sucia, lo intente destruir, porque el próximo ya no dependerá del Estado español y ya no lo podrán destruir.»
«Están absolutamente en contra de que el pueblo catalán pueda decidir su futuro y están haciendo una guerra sucia brutal.»
«Qué valor tiene la democracia española cuando se usan las cloacas del Estado para hundir la voz de un pueblo.»
«El precio de plantar cara al Estado es que el Estado te intenta romper la cara.»
Esta antología personal de Artur Mas debe completarse con la frase que pronunció su socio Duran Lleida el último día de la campaña:
«El Estado es una cloaca.»
En los últimos treinta años españoles no ha habido ni hombre ni partido que hayan ganado unas elecciones con semejante lenguaje de ruptura frente al Estado. El discurso de Convergència i Unió, y el de su principal candidato, solo puede asimilarse a la retórica de los partidos independentistas vascos y, singularmente, a Herri Batasuna o sus diversas marcas blancas. Pero, evidentemente, ninguno de estos partidos ha ganado unas elecciones.
A estas consideraciones podrá objetarse que enfilan la realidad postelectoral por una vertiente secundaria. Que lo principal, en fin, es el monumental fracaso político de Artur Mas, aquel que llamó a mayorías indestructibles, luego soberanistas, luego excepcionales, luego absolutas, luego rotundas, luego indiscutibles, luego claras, luego amplias, luego holgadas, luego suficientes... Es evidente que Mas ha fracasado, por la vieja ley que cifra los éxitos electorales en razón de las expectativas creadas y de las propias previsiones de los actores. Cualquier tradición democrática sólida hubiese obligado ayer noche al presidente Mas a anunciar su dimisión inmediata en razón de una simple ecuación entre coste y beneficio, que no es solo política o económica, sino también moral. Y es cierto también que no habiendo presentado la dimisión ni esperando que lo haga, y dando por sentado que su mayoría relativa va a permitirle de nuevo formar gobierno, el carácter de su victoria podría facilitarle dar un paso atrás en su estrategia de ruptura. Y esto, sin duda, es una buena noticia en términos constitucionales. Por lo tanto es plausible afirmar que el escenario electoral resultante podría propiciar un retorno, aunque fuera lento y trabajoso, del sentido común.
Sin embargo, esa interpretación constructiva topa con la áspera realidad de los hechos. La que dibuja la impresionante antología que he incluido más arriba. Y la evidencia de que los votantes que han dado su apoyo a Artur Mas lo han hecho con pleno conocimiento. Ni el programa electoral, ni las declaraciones de sus líderes se han movido esta vez en la tradicional ambigüedad calculada de la coalición. Poco antes de la apertura de la campaña el expresidente Pujol declaró con una cierta solemnidad barrial que a Convergència le había llegado la hora de dejar de hacer la puta i la Ramoneta, dos característicos catalanes, en la línea de aquella rosa de Alejandría, colorada de noche y blanca de día, que trabajan a ambos lados de la respetabilidad y la calle. Pujol creía que la hora de la puta había llegado, y lo cierto es que en esa certeza desambiguada han trabajado desde el primer día de la campaña su partido y su líder. Hay pocas posibilidades de engaño, o de reinterpretación del voto popular. El millón de votos que ha obtenido Convergència es un voto general de ruptura con el viejo escenario pactista de la Cataluña democrática. Parece lógico pensar que del voto a Convergència haya desaparecido la franja conservadora, limítrofe con el Partido Popular, que confiaba en que la ley y el orden estarían más seguros con una cierta concesión al nacionalismo. Pero respecto al nacionalismo, el parlamento autonómico poco tiene que ver con el de la pasada legislatura. El independentismo tenía, formalmente, 14 escaños y hoy tiene, formalmente, cinco veces más.
ESTE DATOcontrasta drásticamente con los números constitucionalistas, que se estancan porque la debacle del PSC no la compensan el excepcional resultado de C'S y el mantenimiento del PP. Lo cierto es que más allá de los manejos que cada fuerza política pueda hacer con los votos otorgados por los ciudadanos, los diputados de CiU tienen el mandato popular de convocar un referéndum de autodeterminación, sí o sí. Y que ese mandato lo refuerza el enorme resultado de Esquerra Republicana, que incluso ha dejado lugar a ese apéndice antisistema de la CUP. Y que el porcentaje de diputados genéricamente soberanistas (55%) de ese parlamento es más o menos homólogo al de Escocia (55%) y superior a Quebec (45%).
El lento regreso al sentido común (es decir, al sentido de la comunidad) topa por último con otro grave problema: la agresión sostenida contra la trama de afectos española que ha supuesto la escalada nacionalista. Quizá no haya mejor resumen del nivel que ha alcanzado esa agresión que la celebración que una diputada de CiU hizo de la crisis durante la campaña: «Bienvenida sea la crisis porque nos ha hecho aflorar el sentimiento catalán.» Una impresión bastante extendida en el resto de España sostiene que el nacionalismo ha aprovechado insolidariamente la crisis para lanzar su órdago al Estado. Lo creen los miembros de las élites políticas locales y buena parte de los ciudadanos. Así pues, a la inestabilidad política en la superficie que se espera para los próximos meses le corresponderá un mar de fondo que se ha hecho más sombrío y permanente. Quizá sea esa la peor de las noticias que nos aguardan tras la desdichada iniciativa del presidente Mas. Los países, como los hombres, creen que olvidan. Solo lo creen. No hay que engañarse. Con independencia de los habituales retorcimientos aritméticos y sociológicos, propios de los días postelectorales, la hora de la puta ha llegado. Ahora solo falta ver cómo reacciona la Ramoneta de Lleida.
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