La escritora judía Hanna Arendt, que sufrió en sus carnes la ideología nazi, ha sabido como pocos identificar la dinámica del totalitarismo que no es sólo el de los campos de exterminio. Característica de toda ideología totalitaria es la de concebirse como independiente de toda experiencia y de toda realidad que, de hecho, no pueden comunicar nada nuevo, aunque se trate de un hecho que acaba de suceder.
Bajo el influjo de la mentalidad común, separados de la experiencia de la realidad, los jóvenes de hoy crecen con una extrema debilidad que afecta a su razón y a su afecto. Una razón anquilosada, que no llega a conocer ni adquirir certezas porque su objeto no es la realidad sino opiniones. Un afecto exasperado, convertido en un haz de sentimientos encontrados, incapaz de adherirse con fidelidad a nada, ni de construir una historia. Pero H. Arendt también supo ver que el enemigo más potente del totalitarismo es aquella libertad última del hombre, inextirpable, que lo hace capaz de infinito.
Ningún poder puede impedir que hoy vuelva a suceder lo que experimentó el pescador Pedro a orillas del lago de Galilea, hace casi 2000 años: el encuentro con una humanidad excepcional, la de Jesús de Nazaret, que atraía por completo razón y afecto. Sólo la presencia de lo divino en la historia logra movilizar y liberar toda la energía humana. El sucesor de aquel pescador, Benedicto XVI, se presenta entre nosotros como una esperanza para millones de jóvenes, abocados a una vida amarga. No podemos ir en contra de nuestra naturaleza que lo desea todo, como genialmente lo expresó San Agustín: “Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”.
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