Quería contaros el cambio que ha sucedido en mí durante los meses que he pasado de Erasmus en París. Las primeras semanas allí intenté contactar con mis amigos de Udine porque sentía la urgencia de no estar sola y me faltaba un lugar en el que juzgar lo que vivía. Pero muchos de ellos ni me respondieron. Al principio estaba muy enfadada porque las personas que más me acompañaban eran mis compañeros de clase, mis amigos de la parroquia y no los del movimiento. Con el tiempo surgieron relaciones con algunos del CLU de París, pero eran un poco “formales”.
Después fui a los ejercicios de Rímini, en diciembre, con la comunidad de París, con pocas expectativas y también con un poco de amargura porque me iba a encontrar con los de mi comunidad y, sinceramente, no tenía ganas de ver a ninguno de ellos. Pero ya el primer día me sorprendí con lo que parecía que Carrón me estaba diciendo precisamente a mí: el malestar, la rabia y el dolor son el instrumento que tenemos para llegar al Misterio, para reconocerLo en nuestra jornada. Esto cambió la mirada que tenía hacia aquéllos que me habían dejado sola cuando los necesité (o al menos eso creía yo), sobre todo entendí que debía mirarlos con la gratuidad de la que habla Giussani.
A partir de esta toma de conciencia sencillísima, cambió todo: tanto la relación con los de Udine como con los del CLU de París. Ya no eran sólo relaciones formales. Pongo algún ejemplo. Durante la semana era difícil vernos, aparte de la Escuela de Comunidad y la cena que solemos hacer juntos después. Y así se hizo necesario verse también durante el fin de semana, yendo juntos a misa y no perdiendo el tiempo cuando estamos juntos, con la tensión de quien ha encontrado a Uno que es interesante y que se hace carne de manera privilegiada a través de esos rostros (que pueden ser incluso los últimos que habrías elegido).
Ha sido impresionante cómo inmediatamente me he hecho amiga de Giuseppe, un chico de Reggio Calabria que hace el doctorado de Física en París. A pesar de estar poco tiempo juntos, porque cuando yo llegué a Francia él volvía a Italia para pasar allí unos meses, me ha impresionado mucho el hecho de que, sin censurar nuestros problemas, las cuestiones que surgían del estudio y del trabajo, el cansancio de algunas relaciones o aspectos de la Escuela de Comunidad, íbamos directamente al grano y nos hemos hecho compañeros de camino al seguir aquello que ambos hemos encontrado y que nos sigue saliendo al encuentro. Nuestra despedida fue el culmen de esta certeza: seguimos siendo compañeros de camino, aunque vivamos en dos lugares tan diferentes y alejados.
O la chica francesa con la que comparto apartamento. Es increíble la sencillez que ha nacido en la relación con ella, que ni siquiera es creyente (es más, cuando ha descubierto que yo era católica practicante me ha mirado como si fuera un bicho raro). Pero en Navidad, antes de volver a casa por las vacaciones, me sentí libre para regalarle el manifiesto del movimiento. Lo leyó con mucha atención y me dijo: “Sabes que no soy creyente, pero estas preguntas son verdaderas para todos y es importante recordarlas de vez en cuando”. Me impresionó su libertad, que luego se tradujo en detalles muy sencillos de la vida cotidiana.
Para terminar, quería contar cómo me ha ayudado el gesto de la caritativa. Íbamos en grupos de cinco una vez al mes a un centro de acogida para personas sin hogar, sostenido por las hermanas de la madre Teresa. Más de 200 personas toman allí su única comida del día. Nuestro trabajo era ayudar a las hermanas a preparar la comida, limpiar la verdura y echar una mano para servir las mesas. Un trabajo realmente agotador porque además los olores eran insoportables, daban literalmente ganas de vomitar. Pero me impresionaron mucho algunas cosas. Sobre todo la mirada y la ternura que las hermanas de madre Teresa tenían hacia cada uno de ellos: les servían y se preocupaban de que tuvieran todas las atenciones, como si fueran príncipes. Y también me sorprendía la humanidad de las personas a las que dábamos de comer: algunos parecían haber perdido la dignidad y eran incapaces hasta de dar las gracias, pero otros estaban visiblemente agradecidos y conmovidos por la caridad que teníamos con ellos. Pero lo que más me impresionó de este gesto fue el hecho de que ir allí con un espíritu de generosidad o lleno de buenas intenciones no te impide quedar aplastado por el cansancio o el asco, mientras que lo que se me pedía a mí era aprender sobre todo una mirada verdadera sobre mí y sobre los demás.
Ahora que he vuelto a Udine, el desafío no se diferencia en nada, aunque las circunstancias sean diferentes: encontrarLo y reconocerLo en la cotidianidad y en las relaciones.
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