Buenos días, queridos sacerdotes.
Comenzamos esta jornada de retiro espiritual. Creo que nos hará bien rezar unos por otros, en comunión. Un retiro, pero en comunión, todos.
He elegido el tema de la misericordia. Primero una pequeña introducción para todo el retiro.
La misericordia, en su aspecto más femenino, es el entrañable amor materno, que se conmueve ante la fragilidad de su creatura recién nacida y la abraza, supliendo todo lo que le falta para que pueda vivir y crecer (rahamim); y en su aspecto más masculino, es la fidelidad fuerte del Padre que sostiene siempre, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos. La misericordia es tanto el fruto de una «alianza» —por eso se dice que Dios se acuerda de su (pacto de) misericordia (hesed)— como un «acto» gratuito de benignidad y bondad que brota de nuestra psicología más profunda y se traduce en una obra externa (eleos, que se convierte en limosna). Esta inclusividad hace que esté siempre a la mano de todos el «misericordiar», el compadecerse del que sufre, conmoverse ante el necesitado, indignarse, que se revuelvan las tripas ante una injusticia patente y ponerse inmediatamente a hacer algo concreto, con respeto y ternura, para remediar la situación. Y, partiendo de este sentimiento visceral, está al alcance de todos mirar a Dios desde la perspectiva de este atributo primero y último con el que Jesús lo ha querido revelar para nosotros: el nombre de Dios es Misericordia.
Cuando meditamos sobre la Misericordia sucede algo especial. La dinámica de los Ejercicios Espirituales se potencia desde dentro. La misericordia hace ver que las vías objetivas de la mística clásica —purgativa, iluminativa y unitiva— nunca son etapas sucesivas, que se puedan dejar atrás. Siempre tenemos necesidad de una nueva conversión, de más contemplación y de un amor renovado. Estas tres fases se entrecruzan y vuelven a aparecer. Nada une más con Dios que un acto de misericordia —y esto no es una exageración: nada une más con Dios que un acto de misericordia—, ya sea que se trate de la misericordia con que el Señor nos perdona nuestros pecados, ya sea de la gracia que nos da para practicar las obras de misericordia en su nombre. Nada ilumina más la fe que el purgar nuestros pecados y nada más claro que Mateo 25, y aquello de «Dichosos los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5,7), para comprender cuál es la voluntad de Dios, la misión a la que nos envía. A la misericordia se le puede aplicar aquella enseñanza de Jesús: «Con la medida que midan serán medidos» (Mt 7,2). Permítanme, pero pienso aquí a esos confesores que «apalean» a los penitentes, que los riñen. Pero, ¡así los tratará Dios a ellos! Aunque no sea más que por eso, no hagan estas cosas. La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar. Pueden convivir, en una sana tensión, el sentimiento de vergüenza por los propios pecados con el sentimiento de la dignidad a la que el Señor nos eleva. Podemos pasar sin preámbulos de la distancia a la fiesta, como en la parábola del Hijo Pródigo, y utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. Repito esto, que es la clave de la primera meditación: utilizar como receptáculo de la misericordia nuestro propio pecado. La misericordia nos impulsa a pasar de lo personal a lo comunitario. Cuando actuamos con misericordia, como en los milagros de la multiplicación de los panes, que nacen de la compasión de Jesús por su pueblo y por los extranjeros, los panes se multiplican a medida que se reparten...
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