Hermanos Obispos buenos días.
Llevo grabado en mi corazón las historias, el sufrimiento y el dolor de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes. Continúa abrumándome la vergüenza de que personas que tenían a su cargo el tierno cuidado de esos pequeños les violaran y les causaran graves daños. Lo lamento profundamente. Dios llora. Los crímenes y pecados de los abusos sexuales a menores no pueden ser mantenidos en secreto por más tiempo, me comprometo a la celosa vigilancia de la Iglesia para proteger a los menores y prometo que todos los responsables rendirán cuenta. Los supervivientes de abuso se han convertido en verdaderos heraldos de esperanza y ministros de misericordia, humildemente le debemos a cada uno de ellos y a sus familias nuestra gratitud por su inmenso valor para hacer brillar la luz de Cristo sobre el mal abuso sexual de menores. Y esto lo digo porque acabo de reunirme con un grupo de personas abusadas de niños, que son ayudadas y acompañadas aquí en Filadelfia con un especial cariño por el arzobispo, monseñor Chaput, y nos pareció que tenía que comunicarle esto a ustedes.
Estoy contento de tener la oportunidad de compartir con ustedes este momento de reflexión pastoral en el contexto gozoso y festivo del Encuentro Mundial de las Familias. Hablo en castellano porque me dijeron que todos saben castellano.
En efecto, la familia no es para la Iglesia principalmente una fuente de preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra maestra de la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y conserva la fe.
Pienso que el primer impulso pastoral de este difícil período de transición nos pide es avanzar con decisión en la línea de este reconocimiento. El aprecio y la gratitud han de prevalecer sobre el lamento, a pesar de todos los obstáculos que tenemos que enfrentar. La familia es el lugar fundamental de la alianza de la Iglesia con la creación, con esa creación de Dios, que Dios bendijo el último día con una familia. Sin la familia, tampoco la Iglesia existiría: no podría ser lo que debe ser, es decir, signo e instrumento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1).
Naturalmente, nuestro modo de comprender, modelado por la integración entre la forma eclesial de la fe y la experiencia conyugal de la gracia, bendecida por el matrimonio, no nos debe llevar a olvidar la transformación del contexto histórico, que incide en la cultura social –y lamentablemente también jurídica– de los vínculos familiares, y que nos involucra a todos, seamos creyentes o no creyentes. El cristiano no es un «ser inmune» a los cambios de su tiempo y en este mundo concreto, con sus múltiples problemáticas y posibilidades, es donde se debe vivir, creer y anunciar.
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