Queridos hermanos y hermanas:
¡Buenos días! Os doy la bienvenida a todos y os agradezco vuestro afecto caluroso. Dirijo mi saludo cordial a los cardenales y obispos. Saludo a don Julián Carrón, presidente de vuestra fraternidad, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos; y también le agradezco, don Julián, la hermosa carta que usted escribió a todos, invitándolos a venir. Muchas gracias.
Mi primer pensamiento se dirige a vuestro fundador, monseñor Luigi Giussani, recordando el décimo aniversario de su nacimiento al cielo. Estoy agradecido a don Giussani por varias razones. La primera, más personal, es el bien que este hombre me hizo a mí y a mi vida sacerdotal a través de la lectura de sus libros y de sus artículos. La otra razón es que su pensamiento es profundamente humano y llega hasta lo más íntimo del anhelo del hombre. Sabéis cuán importante era para don Giussani la experiencia del encuentro: encuentro no con una idea, sino con una Persona, con Jesucristo. Así, él educó en la libertad, guiando al encuentro con Cristo, porque Cristo nos da la verdadera libertad. Hablando del encuentro, me viene a la memoria «La vocación de Mateo», ese Caravaggio ante el cual me detenía largamente en San Luis de los Franceses cada vez que venía a Roma. Ninguno de los que estaban allí, incluido Mateo, ávido de dinero, podía creer en el mensaje de ese dedo que lo indicaba, en el mensaje de esos ojos que lo miraban con misericordia y lo elegían para el seguimiento. Sentía el estupor del encuentro. Así es el encuentro con Cristo, que viene y nos invita.
Todo en nuestra vida, hoy como en tiempos de Jesús, comienza con un encuentro. Un encuentro con este hombre, el carpintero de Nazaret, un hombre como todos y, al mismo tiempo, diverso. Pensemos en el evangelio de san Juan, allí donde relata el primer encuentro de los discípulos con Jesús (cf. 1, 35-42). Andrés, Juan y Simón: se sintieron mirados en lo más profundo, conocidos íntimamente, y esto suscitó en ellos una sorpresa, un estupor que, inmediatamente, los hizo sentirse unidos a Él… O cuando, después de la resurrección, Jesús le pregunta a Pedro: «¿Me amas?» (Jn 21, 15), y Pedro le responde: «Sí»; ese sí no era el resultado de la fuerza de voluntad, no venía sólo de la decisión del hombre Simón: venía ante todo de la gracia, era el «primerear»,el preceder de la gracia. Ese fue el descubrimiento decisivo para san Pablo, para san Agustín, y para tantos otros santos: Jesucristo siempre es el primero, nos primerea, nos espera, Jesucristo nos precede siempre; y cuando nosotros llegamos, Él ya nos estaba esperando. Él es como la flor del almendro: es la que florece primero y anuncia la primavera.
Y no se puede comprender esta dinámica del encuentro que suscita el estupor y la adhesión sin la misericordia. Sólo quien ha sido acariciado por la ternura de la misericordia conoce verdaderamente al Señor. El lugar privilegiado del encuentro es la caricia de la misericordia de Jesucristo a mi pecado. Y por eso, algunas veces, me habéis oído decir que el puesto, el lugar privilegiado del encuentro con Jesucristo es mi pecado. Gracias a este abrazo de misericordia vienen ganas de responder y cambiar, y puede brotar una vida diversa. La moral cristiana no es el esfuerzo titánico, voluntarista de quien decide ser coherente y lo logra, una especie de desafío solitario ante el mundo. No. Esta no es la moral cristiana, es otra cosa. La moral cristiana es respuesta, es la respuesta conmovida ante una misericordia sorprendente, imprevisible, incluso «injusta» según los criterios humanos, de uno que me conoce, conoce mis traiciones y me quiere lo mismo, me estima, me abraza, me llama de nuevo, espera en mí, espera de mí. La moral cristiana no es no caer jamás, sino levantarse siempre, gracias a su mano que nos toma. Y el camino de la Iglesia es también este: dejar que se manifieste la gran misericordia de Dios. Decía días pasados a los nuevos cardenales: «El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los lejanos en las “periferias” esenciales de la existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de Dios», que es la de la misericordia (Homilía, 15 de febrero de 2015: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de febrero de 2015, p. 10). También la Iglesia debe sentir el impulso gozoso de convertirse en flor de almendro, es decir, en primavera como Jesús, para toda la humanidad.
Hoy recordáis también los sesenta años del comienzo de vuestro Movimiento, «que no nació en la Iglesia –como os dijo Benedicto XVI– de una voluntad organizativa de la jerarquía, sino que se originó de un encuentro renovado con Cristo y así, podemos decir, de un impulso derivado, en definitiva, del Espíritu Santo» (Discurso a la peregrinación de Comunión y Liberación, 24 de marzo de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de marzo de 2007, p. 6).
Después de sesenta años el carisma originario no ha perdido su lozanía y vitalidad. Pero recordad que el centro no es el carisma, el centro es uno solo, es Jesús, Jesucristo. Cuando pongo en el centro mi método espiritual, mi camino espiritual, mi modo de actuarlo, me salgo del camino. Toda la espiritualidad, todos los carismas en la Iglesia deben ser «descentrados»: en el centro está sólo el Señor. Por eso, cuando Pablo en la primera Carta a los Corintios habla de los carismas, de esta realidad tan hermosa de la Iglesia, del Cuerpo místico, termina hablando del amor, es decir, de lo que viene de Dios, de lo que es propio de Dios, y que nos permite imitarlo. No os olvidéis nunca de esto, de ser descentrados.
Y tampoco el carisma se conserva en una botella de agua destilada. Fidelidad al carisma no quiere decir «petrificarlo», es el diablo quien «petrifica», no os olvidéis. Fidelidad al carisma no quiere decir escribirlo en un pergamino y ponerlo en un cuadro. La referencia a la herencia que os ha dejado don Giussani no puede reducirse a un museo de recuerdos, de decisiones tomadas, de normas de conducta. Comporta ciertamente fidelidad a la tradición, pero fidelidad a la tradición –decía Mahler– «significa mantener vivo el fuego y no adorar las cenizas». Don Giussani no os perdonaría jamás que perdierais la libertad y os transformarais en guías de museo o en adoradores de cenizas. Mantened vivo el fuego de la memoria del primer encuentro y sed libres.
Así, centrados en Cristo y en el Evangelio, podéis ser brazos, manos, pies, mente y corazón de una Iglesia «en salida». El camino de la Iglesia es salir para ir a buscar a los lejanos en las periferias, para servir a Jesús en cada persona marginada, abandonada, sin fe, desilusionada de la Iglesia, prisionera de su propio egoísmo.
«Salir» también significa rechazar la autorreferencialidad en todas sus formas, significa saber escuchar a quien no es como nosotros, aprendiendo de todos, con humildad sincera. Cuando somos esclavos de la autorreferencialidad, terminamos por cultivar una «espiritualidad de etiqueta»: «Yo soy CL». Esta es la etiqueta. Y luego caemos en las mil trampas que nos presenta la complacencia autorreferencial, el mirarnos en el espejo que nos lleva a desorientarnos y a transformarnos en meros empresarios de una ong.
Queridos amigos: Quiero terminar con dos citas muy significativas de don Giussani, una de los comienzos y la otra del final de su vida.
La primera: «El cristianismo no se realiza jamás en la historia como fijación de posiciones que hay que defender, que se relacionan con lo nuevo como pura antítesis; el cristianismo es principio de redención, que asume lo nuevo, salvándolo» (Porta la speranza. Primi scritti, Génova 1997, p. 119). Esta será en torno a 1967.
La segunda, de 2004: «No sólo nunca pretendí “fundar” nada, sino que creo que el genio del movimiento que he visto nacer consiste en haber sentido la urgencia de proclamar la necesidad de volver a los aspectos elementales del cristianismo, es decir, la pasión por el hecho cristiano como tal, en sus elementos originales y nada más» (Carta a Juan Pablo II, 26 de enero de 2004, con ocasión del 50° aniversario de Comunión y Liberación).
Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.
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