Excelencias, señoras y señores:
Les agradezco su presencia en este tradicional encuentro que, al comenzar el año, me da la oportunidad de dirigirles a ustedes, a sus familias y a los pueblos que representan un cordial saludo y los mejores deseos. Particularmente, agradezco al Decano, el Excelentísimo Sr. Jean Claude Michel, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos, y a cada uno de ustedes el empeño constante y los esfuerzos por favorecer e incrementar, en espíritu de colaboración recíproca, las relaciones de los países y las organizaciones internacionales que representan con la Santa Sede. En este último año, se han seguido consolidando, ya sea mediante el aumento del número de Embajadores residentes en Roma, o mediante la firma de nuevos Acuerdos bilaterales de carácter general, como el rubricado en enero con Camerún, y de interés específico, como los firmados con Malta y Serbia.
Me gustaría hacer resonar hoy con fuerza una palabra que a nosotros nos gusta mucho: paz. La anuncian los ángeles en la noche de la Navidad (cf. Lc 2,14) como don precioso de Dios y, al mismo tiempo, como responsabilidad personal y social que reclama nuestra solicitud y diligencia. Pero, junto a la paz, la Navidad nos habla también de otra dramática realidad: el rechazo. En algunas representaciones iconográficas, tanto de Occidente como de Oriente –pienso, por ejemplo, en el espléndido icono de la Natividad de Andréi Rubliov–, el Niño Jesús no aparece recostado en una cuna sino en un sepulcro. Esta imagen, que pretende unir las dos fiestas cristianas principales –la Navidad y la Pascua–, indica que, junto a la acogida gozosa del recién nacido, está también todo el drama que sufre Jesús, despreciado y rechazado hasta la muerte en Cruz.
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