Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Un gran don del Concilio Vaticano II fue haber recuperado una visión de Iglesia fundada en la comunión, y haber comprendido de nuevo el principio de la autoridad y de la jerarquía en esa perspectiva. Esto nos ha ayudado a comprender mejor que todos los cristianos, en cuanto bautizados, tienen igual dignidad ante el Señor y los une la misma vocación, que es la santidad (cf. const. Lumen gentium, 39-42). Ahora nos preguntamos: ¿en qué consiste esta vocación universal a ser santos? ¿Y cómo podemos realizarla?
Ante todo debemos tener bien presente que la santidad no es algo que nos procuramos nosotros, que obtenemos con nuestras cualidades y capacidades. La santidad es un don, es el don que nos da el Señor Jesús, cuando nos toma para sí y nos reviste de sí mismo, nos hace como Él. En la Carta a los Efesios, el apóstol Pablo afirma que «Cristo amó a su Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla» (Ef 5, 25-26). Aquí está, verdaderamente la santidad es el rostro más bello de la Iglesia, el rostro más bello: es un redescubrirse en comunión con Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se comprende, entonces, que la santidad no es una prerrogativa sólo de algunos: la santidad es un don ofrecido a todos, ninguno excluido, por lo cual constituye el carácter distintivo de todo cristiano.
Todo esto nos hace comprender que, para ser santos, no hay que ser forzosamente obispos, sacerdotes o religiosos: no, todos estamos llamados a ser santos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada sólo para quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicarse exclusivamente a la oración. Pero no es así. Alguno piensa que la santidad es cerrar los ojos y poner cara de santito. ¡No! No es esto la santidad. La santidad es algo más grande, más profundo que nos da Dios. Es más, estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día. Y cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el que se encuentra. ¿Tú eres consagrado, eres consagrada? Sé santo viviendo con alegría tu entrega y tu ministerio. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un bautizado no casado? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo y ofreciendo el tiempo al servicio de los hermanos. «Pero, padre, yo trabajo en una fábrica; yo trabajo como contable, siempre con los números, y allí no se puede ser santo...». —«Sí, se puede. Allí donde trabajas, tú puedes ser santo. Dios te da la gracia para llegar a ser santo. Dios se comunica contigo». Siempre, en todo lugar se puede llegar a ser santo, es decir, podemos abrirnos a esta gracia que actúa dentro de nosotros y nos conduce a la santidad. ¿Eres padre o abuelo? Sé santo enseñando con pasión a los hijos o a los nietos a conocer y a seguir a Jesús. Es necesaria mucha paciencia para esto, para ser un buen padre, un buen abuelo, una buena madre, una buena abuela; se necesita mucha paciencia y en esa paciencia está la santidad: ejercitando la paciencia. ¿Eres catequista, educador o voluntario? Sé santo siendo signo visible del amor de Dios y de su presencia junto a nosotros. Es esto: cada estado de vida conduce a la santidad, ¡siempre! En tu casa, por la calle, en el trabajo, en la Iglesia, en ese momento y en tu estado de vida se abrió el camino hacia la santidad. No os desalentéis al ir por este camino. Es precisamente Dios quien nos da la gracia. Sólo esto pide el Señor: que estemos en comunión con Él y al servicio de los hermanos.
A este punto, cada uno de nosotros puede hacer un poco de examen de conciencia, ahora podemos hacerlo, que cada uno responda a sí mismo, en silencio: ¿cómo hemos respondido hasta ahora a la llamada del Señor a la santidad? ¿Tengo ganas de ser un poco mejor, de ser más cristiano, más cristiana? Este es el camino de la santidad. Cuando el Señor nos invita a ser santos, no nos llama a algo pesado, triste... ¡Todo lo contrario! Es la invitación a compartir su alegría, a vivir y a entregar con gozo cada momento de nuestra vida, convirtiéndolo al mismo tiempo en un don de amor para las personas que están a nuestro alrededor. Si comprendemos esto, todo cambia y adquiere un significado nuevo, un significado hermoso, un significado comenzando por las pequeñas cosas de cada día. Un ejemplo. Una señora va al mercado a hacer la compra, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y luego vienen las críticas y esta señora dice: «No, no, no yo no hablaré mal de nadie». Este es un paso hacia la santidad, te ayuda a ser más santo. Luego, en tu casa, tu hijo te pide hablar un poco de sus cosas fantasiosas: «Oh, estoy muy cansado, he trabajado mucho hoy...» – «Pero tú acomódate y escucha a tu hijo, que lo necesita». Y tú te acomodas, lo escuchas con paciencia: este es un paso hacia la santidad. Luego termina el día, estamos todos cansados, pero está la oración. Hagamos la oración: también este es un paso hacia la santidad. Después viene el domingo y vamos a misa, comulgamos, a veces precedido de una hermosa confesión que nos limpie un poco. Esto es un paso hacia la santidad. Luego pensamos en la Virgen, tan buena, tan hermosa, y tomamos el rosario y rezamos. Este es un paso hacia la santidad. Luego voy por la calle, veo a un pobre, a un necesitado, me detengo, hablo con él, le doy algo: es un paso a la santidad. Son pequeñas cosas, pero muchos pequeños pasos hacia la santidad. Cada paso hacia la santidad nos hará personas mejores, libres del egoísmo y de la cerrazón en sí mismos, y abiertas a los hermanos y a sus necesidades.
Queridos amigos, en la Primera Carta de san Pedro se nos dirige esta exhortación: «Como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha recibido. Si uno habla, que sean sus palabras como palabras de Dios; si uno presta servicio, que lo haga con la fuerza que Dios le concede, para que Dios sea glorificado en todo, por medio de Jesucristo» (4, 10-11). He aquí la invitación a la santidad. Acojámosla con alegría, y apoyémonos unos a otros, porque el camino hacia la santidad no se recorre solos, cada uno por su cuenta, sino que se recorre juntos, en ese único cuerpo que es la Iglesia, amada y santificada por el Señor Jesucristo. Sigamos adelante con valentía en esta senda de la santidad.
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