1. «¡Ay de los que se fían de Sión,... acostados en lechos de marfil!» (Am 6,1.4); comen, beben, cantan, se divierten y no se preocupan por los problemas de los demás.
Son duras estas palabras del profeta Amós, pero nos advierten de un peligro que todos corremos. ¿Qué es lo que denuncia este mensajero de Dios, lo que pone ante los ojos de sus contemporáneos y también ante los nuestros hoy? El riesgo de apoltronarse, de la comodidad, de la mundanidad en la vida y en el corazón, de concentrarnos en nuestro bienestar. Es la misma experiencia del rico del Evangelio, vestido con ropas lujosas y banqueteando cada día en abundancia; esto era importante para él. ¿Y el pobre que estaba a su puerta y no tenía para comer? No era asunto suyo, no tenía que ver con él. Si las cosas, el dinero, lo mundano se convierten en el centro de la vida, nos aferran, se apoderan de nosotros, perdemos nuestra propia identidad como hombres. Fíjense que el rico del Evangelio no tiene nombre, es simplemente «un rico». Las cosas, lo que posee, son su rostro, no tiene otro.
Pero intentemos preguntarnos: ¿Por qué sucede esto? ¿Cómo es posible que los hombres, tal vez también nosotros, caigamos en el peligro de encerrarnos, de poner nuestra seguridad en las cosas, que al final nos roban el rostro, nuestro rostro humano? Esto sucede cuando perdemos la memoria de Dios. “¡Ay de los que se fían de Sión!”, decía el profeta. Si falta la memoria de Dios, todo queda rebajado, todo queda en el yo, en mi bienestar. La vida, el mundo, los demás, pierden la consistencia, ya no cuentan nada, todo se reduce a una sola dimensión: el tener. Si perdemos la memoria de Dios, también nosotros perdemos la consistencia, también nosotros nos vaciamos, perdemos nuestro rostro como el rico del Evangelio. Quien corre en pos de la nada, él mismo se convierte en nada, dice otro gran profeta, Jeremías (cf. Jr 2,5). Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, no a imagen y semejanza de las cosas, de los ídolos.
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