Deseo dirigir mi cordial saludo a Usted, a los organizadores y a todos los participantes en el Mitin por la Amistad entre los Pueblos, que llega a su trigésimo tercera edición. El tema elegido este año «La naturaleza del hombre es relación con el infinito» - resulta particularmente significativo en vista del ya inminente inicio del «Año de la fe», que he querido celebrar con ocasión del Quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Hablar del hombre y de su anhelo al infinito significa antes que nada reconocer su relación constitutiva con el Creador. El hombre es una criatura de Dios. Hoy esta palabra –criatura- parece casi pasada de moda: se prefiere pensar en el hombre como en un ser realizado en sí mismo y artífice absoluto del propio destino. La consideración del hombre como criatura resulta «incómoda» porque implica una referencia esencial a algo diferente o mejor, a Alguien más –no gestionable por el hombre- que entra a definir en modo esencial su identidad; una identidad relacional, cuyo primer dato es la dependencia originaria y ontológica de Aquel que nos ha querido y nos ha creado. Sin embargo esta dependencia, de la cual el hombre moderno y contemporáneo trata de liberarse, no solo no esconde o disminuye, sino que revela en modo luminoso la grandeza y la dignidad suprema del hombre, llamado a la vida para entrar en relación con la Vida misma, con Dios.
Decir que «la naturaleza del hombre es relación con lo infinito» significa entonces decir que cada persona ha sido creada para que pueda entrar en diálogo con Dios, con lo infinito. Al inicio de la historia del mundo, Adán y Eva son fruto de un acto de amor de Dios, hechos a su imagen y semejanza, y su vida y su relación con el Creador coincidían: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó» (Gen 1,27). Y el pecado original tiene su raíz última justo en el sustraerse de nuestros progenitores a esta relación constitutiva, en el querer colocarse en el lugar de Dios, en el creer de poder actuar sin Él. También después del pecado, sin embargo, permanece en el hombre el deseo estrujante de este diálogo, casi una firma impresa con fuego en su alma y en su carne por el Creador mismo. El Salmo 63 [62] nos ayuda a entrar en el corazón de este discurso: «Señor, tú eres mi Dios, yo te busco ardientemente; mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua» (v. 2). No solo mi alma, sino cada fibra de mi carne está hecha para encontrar su paz, su realización en Dios. Y esta tensión es imborrable en el corazón del hombre: también cunado se rechaza o se niega a Dios, no desaparece la sed de infinito que habita el hombre. Inicia, en cambio, una búsqueda afanosa y estéril de «falsos infinitos» que puedan satisfacer al menos por un momento. La sed del alma y el anhelo de la carne de la que habla el Salmista no se pueden eliminar, así el hombre, sin saberlo, va a la búsqueda del Infinito, pero en direcciones equivocadas: en la droga, en una sexualidad vivida en modo desordenado, en las tecnologías totalizantes, en el éxito a cualquier precio, inclusive en formas engañosas de religiosidad. También las cosas buenas, que Dios ha creado como caminos que conducen a Él, no en raras ocasiones peligran de ser absolutas y convertirse en ídolos que sustituyen al Creador.
Reconocer de ser hecho para lo infinito significa recorrer un camino de purificación de aquello que hemos llamado «falsos infinitos», un camino de conversión del corazón y de la mente. Es necesario erradicar todas las falsas promesas de infinito que seducen al hombre y lo hacen esclavo. Para encontrarse verdaderamente a sí mismo y la propia identidad, para vivir a la altura del propio ser, el hombre debe volver a reconocerse criatura, dependiente de Dios. Al reconocimiento de esta dependencia –que en lo profundo es el gozoso descubrimiento de ser hijos de Dios – está ligada la posibilidad de una vida verdaderamente libre y plena. Es interesante notar cómo san Pablo, en la Carta a los Romanos, ve el contrario de la esclavitud no tanto en la libertad, sino en la filiación, en el haber recibido el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos y que nos permite de gritar a Dios «¡Abbà! ¡Padre!» (cfr. 8,15). El Apóstol de las gentes habla de una esclavitud «mala»: aquella del pecado, de la ley, de las pasiones de la carne. A ésta, sin embargo, no contrapone la autonomía, sino la «esclavitud por Cristo» (cfr. 6,16-22), es más, él mismo se define: «Pablo, servidor de Jesucristo» (1,1). El punto fundamental, por lo tanto, no es eliminar la dependencia, que es constitutiva del hombre, sino dirigirla hacia Aquel que solo puede hacer verdaderamente libres.
Pero a este punto surge una pregunta ¿No es tal vez estructuralmente imposible al hombre vivir a la altura de la propia naturaleza? Y ¿no es tal vez una condena este anhelo hacia el infinito que él mismo advierte sin nunca poderlo satisfacer totalmente? Este interrogativo nos lleva directamente al corazón del cristianismo. El Infinito mismo, en efecto, para hacerse respuesta que el hombre pueda experimentar, ha asumido una forma acabada. De la Encarnación, desde el momento en el cual el Verbo se hizo carne, está cancelada la insalvable distancia entre finito e infinito: el Dios eterno e infinito ha dejado su Cielo y ha entrado en el tiempo, se ha sumergido en la finitud humana. Ahora nada es banal o insignificante en el camino de la vida y del mundo. El hombre está hecho por un Dios infinito que se ha hecho carne, que ha asumido nuestra humanidad para atraerla hasta las alturas de su ser divino.
Descubrimos así la dimensión más verdadera de la existencia humana, aquella a la que el Siervo de Dios Luigi Giussani continuamente llamaba: la vida como vocación. Cada cosa, cada relación, cada alegría, como también cada dificultad, encuentra su razón última en el ser ocasión de relación con el Infinito, voz de Dios que continuamente nos llama y nos invita a elevar la mirada, a descubrir en la adhesión a Él, la realización plena de nuestra humanidad. «Nos has hecho para ti – escribía Agustín - y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1,1). No debemos tener miedo de aquello que Dios nos pide a través de las circunstancias de la vida, aún si fuese la dedición de todo nuestro ser a una forma particular de seguir e imitar a Cristo en el sacerdocio o en la vida religiosa. El Señor, llamando a algunos a vivir totalmente de Él, llama a todos a reconocer la esencia de la propia naturaleza de seres humanos: hechos para el infinito. Y Dios quiere nuestra felicidad, nuestra plena realización humana. Pidamos, entonces, de entrar y permanecer en la mirada de la fe que ha caracterizado a los Santos, para poder descubrir las semillas de bien que el Señor esparce a lo largo del camino de nuestra vida y adherir con gozo a nuestra vocación.
En el auspiciar que estos breves pensamientos puedan ser de ayuda para aquellos que toman parte en el Mitin, aseguro mi cercanía en la oración y auspicio que la reflexión de estos días pueda introducir a todos en la certeza y en el gozo de la fe.
A Usted, Venerado Hermano, a los responsables y a los organizadores de la manifestación, como también a todos los presentes, de corazón imparto una particular Bendición Apostólica.
Desde Castel Gandolfo, 10 de agosto 2012
BENEDICTUS PP XVI
Traducción: Patricia L. Jáuregui Romero - Radio Vaticano
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