En mis intervenciones anteriores, he unido frecuentemente la palabra África a la de esperanza. Lo hice hace dos años en Luanda, en un contexto sinodal. Por otro lado, la palabra esperanza se encuentra muchas veces en la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus que luego firmaré. Cuando digo que África es el continente de la esperanza, no hago retórica fácil, sino expreso simplemente una convicción personal, que es también de la Iglesia. Con demasiada frecuencia nuestra mente se queda en prejuicios o imágenes que dan una visión negativa de la realidad africana, fruto de un análisis pesimista. Es siempre tentador señalar lo que está mal; más aún, es fácil adoptar el tono del moralista o del experto, que impone sus conclusiones y propone, a fin de cuentas, pocas soluciones adecuadas. Existe también la tentación de analizar la realidad africana de manera parecida a la de un antropólogo curioso, o como alguien que no ve en ella más que una enorme reserva de energía, minerales, productos agrícolas y recursos humanos fáciles de explotar para intereses a menudo escasamente nobles. Estas son visiones reduccionistas e irrespetuosas, que llevan a una cosificación nada correcta para África y sus gentes.Soy consciente de que las palabras no tienen el mismo significado en todas partes. Pero el término esperanza varía poco según las culturas. Hace algunos años dediqué una Carta encíclica a la esperanza cristiana. Hablar de la esperanza es hablar del porvenir y, por tanto, de Dios. El futuro enlaza con el pasado y el presente. El pasado lo conocemos bien: lamentamos sus errores y reconocemos sus logros positivos. El presente, lo vivimos como podemos. Lo mejor, lo espero aún y con la ayuda de Dios. En este terreno, compuesto de múltiples elementos contradictorios y complementarios, es donde se trata de construir con la ayuda de Dios.
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