La verdad es que todos tenemos necesidad de Él, como Escultor divino que quita las incrustaciones de polvo y basura que se posan sobre la imagen de Dios inscrita en nosotros. Necesitamos el perdón, que constituye el núcleo de toda verdadera reforma: reconstruyendo a la persona en su interior, se convierte también en el centro de la renovación de la comunidad.
En efecto, si se retiraran el polvo y la basura que hacen irreconocible en mí la imagen de Dios, me vuelvo verdaderamente semejante al otro, que es también imagen de Dios, y sobre todo me vuelvo semejante a Cristo, que es la imagen de Dios sin defecto ni límite alguno, el modelo según el cual todos nosotros fuimos creados. San Pablo expresa esto de modo muy concreto: “y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gl 2, 20). Soy arrancado de mi aislamiento y acogido en una nueva comunidad-sujeto; mi “yo” es insertado en el “yo” de Cristo y así se une al de todos mis hermanos.
Solamente a partir de esta profundidad de renovación del individuo nace la Iglesia, nace la comunidad que une y sustenta en la vida y en la muerte. Ella es una compañía en la subida, en la realización de esa purificación que los hace capaces de la verdadera altura de ser hombres, de la compañía con Dios. A medida que se realiza la purificación, también la subida –que al principio es ardua– se va volviendo más jubilosa. Esta alegría debe transparentarse cada vez más en la Iglesia, contagiando al mundo, porque ella es la juventud del mundo.
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