Los Evangelios, en las sintéticas descripciones de la breve pero intensa vida pública de Jesús, atestiguan que él anuncia la Palabra y realiza curaciones de enfermos, signo por excelencia de la cercanía del Reino de Dios. Por ejemplo, Mateo escribe: «Jesús recorría toda la Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias de la gente» (Mt 4,23; cfr. 9,35). La Iglesia, a la que se ha confiado la tarea de prolongar en el espacio y en el tiempo la misión de Cristo, no puede desatender estas dos obras esenciales: evangelización y cuidado de los enfermos en el cuerpo y en el espíritu. Dios, de hecho, quiere curar a todo el hombre, y en el Evangelio la curación del cuerpo es signo de la curación más profunda que es la remisión de los pecados (cfr. Mc 2,1-12). No sorprende, por tanto, que María, madre y modelo de la Iglesia, sea invocada y venerada como Salus infirmorum, “Salud de los enfermos”. Como primera y perfecta discípula de su Hijo, Ella siempre ha mostrado, acompañando el camino de la Iglesia, una especial solicitud por los que sufren. De ello dan testimonio las miles de personas que se dirigen a los santuarios marianos para invocar a la Madre de Cristo, y encuentran fuerza y alivio. La narración evangélica de la Visitación (cfr. Lc 1,39-56) nos muestra cómo la Virgen, tras el anuncio evangélico, no retuvo para sí el don recibido, sino que partió en seguida para ir a ayudar a la anciana prima Isabel, que desde hacía seis meses llevaba en el seno a Juan. En el apoyo ofrecido por María a esta pariente que vive, en edad avanzada, una situación delicada como el embarazo, vemos prefigurada toda la acción de la Iglesia en apoyo de la vida necesitada de cuidados. (…)
Dos son los temas principales que presenta hoy la liturgia de la Palabra: el primero es el carácter mariano, y une el Evangelio y la primera lectura, tomada del capítulo final del Libro de Isaías, como también el Salmo responsorial, tomado del cántico de alabanza de Judit. El otro tema, que encontramos en el pasaje de la Carta de Santiago, es el de la oración de la Iglesia por los enfermos y, en particular, del sacramento reservado para ellos. En la memoria de las apariciones de Lourdes, lugar elegido por María para manifestar su solicitud maternal por los enfermos, la liturgia hace resonar oportunamente el Magnificat, el cántico de la Virgen que exalta las maravillas de Dios en la historia de la salvación: los humildes y los indigentes, como todos aquellos que temen a Dios, experimentan su misericordia, que invierte las suertes terrenas y demuestra así la santidad del Creador y Redentor. El Magnificat no es el cántico de aquellos a quienes sonríe la fortuna, que tienen siempre “el viento en popa”; es más bien la acción de gracias de quien conoce los dramas de la vida, pero confía en la obra redentora de Dios. Es un canto que expresa la fe probada de generaciones de hombres y mujeres que han puesto en Dios su esperanza y se han comprometido en primera persona, como María, en ser de ayuda a los hermanos en necesidad. En el Magnificat oímos la voz de tantos santos y santas de la caridad, pienso en particular en los que consumieron su vida entre los enfermos y los que sufren, como Camilo de Lellis y Juan de Dios, Damián de Veuster y Benito Menni. Quien permanece mucho tiempo cerca de las personas que sufren, conoce la angustia y las lágrimas, pero también el milagro de la alegría, fruto del amor.
La maternidad de la Iglesia es reflejo del amor solícito de Dios, de la que habla el profeta Isaías: «Como uno a quien su madre le consuela, / así yo os consolaré, / (y por Jerusalén seréis consolados» (Is 66,13). Una maternidad que habla sin palabras, que suscita en los corazones el consuelo, una alegría íntima, una alegría que paradójicamente convive con el dolor, con el sufrimiento. La Iglesia, como María, guarda dentro de sí los dramas del hombre y el consuelo de Dios, los tiene juntos, a lo largo de su peregrinación en la historia. A través de los siglos, la Iglesia muestra los signos del amor de Dios, que sigue realizando cosas grandes en las personas humildes y sencillas. El sufrimiento aceptado y ofrecido, el compartir sincero y gratuito, ¿no son quizás milagros del amor? El valor de afrontar los males desarmados –como Judit– con la sola fuerza de la fe y de la esperanza en el Señor, ¿no es un milagro que la gracia de Dios suscita continuamente en tantas personas que gastan tiempo y energías en ayudar a quien sufre? Por todo esto vivimos una alegría que no olvida el sufrimiento, al contrario, lo incluye. De esta forma los enfermos y todos los sufrientes son en la Iglesia no sólo destinatarios de atención y cuidados, sino aún antes y sobre todo, protagonistas de la peregrinación de la fe y de la esperanza, testigos de los prodigios del amor, de la alegría pascual que florece de la Cruz y de la Resurrección de Cristo.
En el pasaje de la Carta de Santiago, apenas proclamado, el Apóstol invita a esperar con constancia la venida ya próxima del Señor y, en este contexto, dirige una exhortación particular a los enfermos. Esta colocación es muy interesante, porque refleja la acción de Jesús, que curando a los enfermos mostraba la cercanía del Reno de Dios. La enfermedad es vista en la perspectiva de los últimos tiempos, con el realismo de la esperanza típicamente cristiano. «¿Sufre alguno entre vosotros? Que ore. ¿Está alguno alegre? Que cante salmos» (St 5,13). Parece escucharse palabras similares en san Pablo, cuando invita a vivir cada cosa en relación a la radical novedad de Cristo, a su muerte y su resurrección (cfr. 1Co 7,29-31). «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5,14-15). Aquí es evidente la prolongación de Cristo en su Iglesia: es siempre Él quien actúa, mediante los presbíteros; es su mismo Espíritu que opera mediante el signo sacramental del óleo; es al Él a quien se dirige la fe, expresada en la oración; y, como sucedía a las personas curadas por Jesús, a cada enfermo se le puede decir: tu fe, apoyada por la fe de los hermanos y hermanas, te ha salvado.
De este texto, que contiene el fundamento y la praxis del sacramento de la Unción de enfermos, se extrae al mismo tiempo una visión del papel de los enfermos en la Iglesia. Un papel activo al “provocar”, por así decirlo, la oración hecha con fe. «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros». En este Año Sacerdotal, quiero subrayar el vínculo entre enfermos y sacerdotes, una especie de alianza, de “complicidad” evangélica. Ambos tienen una tarea: el enfermo debe “llamar” a los presbíteros, y éstos deben responder, para atraer sobre la experiencia de la enfermedad la presencia y la acción del Resucitado y de su Espíritu. Y aquí podemos ver toda la importancia de la pastoral de los enfermos, cuyo valor es verdaderamente incalculable, por el bien inmenso que hace en primer lugar al enfermo y al mismo sacerdote, pero también a los familiares, a los conocidos, a la comunidad y, a través de vías ocultas y desconocidas, a toda la Iglesia y al mundo. En efecto, cuando la Palabra de Dios habla de curación, de salvación, de salud del enfermo, entiende estos conceptos en sentido íntegro, no separando nunca alma y cuerpo: un enfermo curado por la oración de Cristo, mediante la Iglesia, es una alegría en la tierra y en el cielo, es una primicia de la vida eterna.
Queridos amigos, como he escrito en la Encíclica Spe salvi, «la medida de la humanidad se determina esencialmente en la relación con el sufrimiento y con el sufriente. Esto vale tanto para el individuo como para la sociedad» (n. 30). Instituyendo un Dicasterio dedicado a la pastoral sanitaria, la Santa Sede ha querido ofrecer su propia contribución también para promover un mundo capaz de acoger y de cuidar a los enfermos como personas. Ha querido, de hecho, ayudarles a vivir la experiencia de la enfermedad de modo humano, sin renegar de ella, sino ofreciéndole un sentido. Quisiera concluir estas reflexiones con un pensamiento del Venerable Papa Juan Pablo II, que él testimonió con su propia vida. En la carta apostólica Salvifici doloris escribió: «Cristo al mismo tiempo ha enseñado al hombre a hacer el bien con el sufrimiento y a hacer el bien a quien sufre. En este doble aspecto él reveló profundamente el sentido del sufrimiento». Que la Virgen María nos ayude a vivir plenamente esta misión. ¡Amen!
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