Milán, 22 de enero. Una cálida noche de invierno. Ocho profesores, compañeros a los que nos une una cordial amistad que se ha consolidado con los años de trabajo en un prestigioso liceo milanés. Cada uno viene de experiencias distintas: unos participan más en sus parroquias, otros en el movimiento, otros buscan a tientas el sentido de la vida.
Hemos dejado las correcciones, las clases que preparar y los asuntos familiares para responder a una llamada de nuestro arzobispo, que ha convocado al mundo de la escuela diocesana para abordar el tema de la educación. Estamos llenos de curiosidad, no tenemos ni idea de lo que nos quiere decir, pero esperamos algo bueno para nosotros y para nuestro trabajo.
Hay una larga fila de rostros, jóvenes y no tan jóvenes, también hay directores y padres; en resumen, adultos a los que de formas diversas se les ha confiado una tarea educativa.
El encuentro se desarrolla como una asamblea: unos plantean preguntas y el cardenal responde, alternando momentos de riguroso razonamiento con recuerdos y anécdotas personales (entre las presencias más evocadas, por cierto, una vieja profesora de arte).
Le preguntaron a propósito de muchos aspectos distintos, y a todo respondía: desde las necesidades de una escuela cada vez más mestiza y multiétnica hasta el complicado asunto de la paridad escolar. Pero sobre todo y ante todo, insistió en la urgencia de definir el corazón de la dinámica educativa, pues a la luz de esto cualquier problema específico puede encontrar después su correspondiente sistematización. Contra toda reducción del profesor a un facilitador de aprendizaje o dispensador de programas, la enseñanza – nos recordaba Scola – es una experiencia inexorablemente formativa, no es una técnica sino un arte que nace de toda la experiencia de vida del sujeto que enseña: hay algo en toda dinámica de enseñanza (particularmente en la que se da en clase) que no se puede confiar exclusivamente a la propia competencia, sino que pone en juego la consistencia más profunda de la persona, su modo de afrontar la alegría y el dolor, su deseo de ser constructor activo de la sociedad. Por simplificar, es como decir que de un modo inevitable mi propio ser y mi experiencia pasa a través del modo en que yo enseño mi asignatura y así interpela a mis alumnos.
Una concepción de este tipo genera como consecuencia inevitable la clara necesidad de un trabajo continuo de comprensión acerca de la consistencia de la persona. Entro en clase, hablo de literatura, explico una regla gramatical; y a través de todo eso comunico mi persona, y esa hipótesis de principio sintético de interpretación de la realidad que para mí es convincente. Es aquí donde yo capto la invitación más apremiante del cardenal. El que educa y enseña no puede nunca dejar a un lado el trabajo de reflexionar sobre sí mismo: ¿quién soy yo? Un sujeto personal y comunitario, un “yo en relación” que partiendo de esta conciencia puede salir al encuentro de la libertad de sus alumnos y afrontar con ellos la aventura del conocimiento.
Este “yo en relación”, mediante la sucesión de ejemplos que surgían en la conversación, se mostró en el encuentro con el cardenal del modo más concreto: es el vínculo que cada uno cultiva con la Iglesia, hecha de personas vivas, así es como la amistad buena que nace en la escuela puede convertirse en virtud civil y constructiva.
El tiempo corrió deprisa: una hora y media de signos sobre los que será bonito volver con calma, junto a los amigos que me acompañan. El cardenal se despide de nosotros y la profesora de matemáticas, sentada a mi lado, me dice que nos demos prisa en salir. Nuestros alumnos nos están esperando para ir al teatro a ver La cantante calva de Ionesco. Por el camino que une la catedral con el teatro, me dice de un modo serio y riguroso, como es ella: «Esta noche no tengo la sensación de haber oído cosas nuevas, sino de haber aclarado cuestiones que me parecía empezar a intuir en los momentos más bonitos de mi relación con los alumnos y con mi hija: criar a los hijos, enseñar a los chavales, antes que una tarea es un recurso, es una ventaja para mí y cuando lo vivo así genera un cambio en mi persona. Tenemos que volver sobre estas cosas».
Los chicos nos ven llegar charlando. Al terminar el espectáculo, intercambiamos opiniones con ellos sobre el texto de Ionesco y sobre la deshumanización producida por una humanidad que ya no es capaz de comunicar. Estando allí con ellos empecé a pensar que tal vez ese era el principio de la manifestación de un “yo en relación”.
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