El primer día de clase, pregunto a mis alumnos cuál es su experiencia en este comienzo de curso y compruebo con alegría que ninguno puede evitar la espera ante lo que está por venir. Esta espera tiene signos inequívocos: los nervios en ellos (y en mí, al cabo de más de 30 años dando clase) y la curiosidad. ¿Cómo serán mis compañeros, mis profesores? ¿Cómo me irá? Y también el deseo: ¡Qué sean majos! ¡Qué me vaya bien! ¡Qué aprenda!
Todos y cada uno tenemos una necesidad, una exigencia a flor de piel que ninguna crisis, ningún recorte, ninguna carestía puede cancelar. Por eso, el desafío educativo está servido.
Pero cabe preguntarse, ¿para qué sirve esta espera a fines escolares? ¿Qué podemos hacer nosotros, profesores de lengua, matemáticas, naturales, etc. con esta espera de los chicos? ¿Podemos nosotros ayudarles a responderla? Ciertamente sí.
Primero, podemos acusar el dato de nuestra propia espera, porque también nosotros esperamos que acontezca algo bello, algo grande, interesante. Si dejamos espacio a nuestra espera, esto les permitirá caer en la cuenta de que estamos allí para ayudarles y servir a este deseo que compartimos con ellos. Esta actitud honesta es la más adecuada para acoger la realidad y abrirles al mundo que queremos poner en sus manos. Una realidad tan positiva como atrayente, que nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, a saber quiénes somos.
En segundo lugar, buscando con todo lo que somos el significado, el porqué, el para qué, están hechas las cosas. ¿A dónde nos conducen? Esto nos permite llegar hasta el fondo de lo que esta realidad nos promete. Y así, responder juntos a preguntas como: ¿Qué nos hace presente la sorpresa continua de una belleza que no nace de nosotros? O antes aún, ¿Qué significa esa callada insistencia de la realidad que nos dice: aquí estoy?
Llegado a este punto, podemos preguntarnos y preguntarles en medio de este baño de realidad, ¿Quiénes somos? ¿Por qué existimos? ¿Por qué hoy existimos?, para poder exclamar todos y cada uno: ¡Qué bien que existo! Y así, de forma verdaderamente humana, podemos reconocer juntos que valemos. Puesto que existimos y no hemos hecho nada para ello: no me he dado la vida ni hoy, ni ayer, ni anteayer. Y preguntarme con sorpresa: esta mañana ¿quién ha puesto toda la belleza del mundo para mí? ¿Quién me da unos nuevos compañeros y profesores que me ayudan a mirarla así? Constato que esto me hace estar contenta porque me hace feliz que alguien piense en mí. Como cuando mi madre poniéndome el desayuno o haciendo mi comida favorita, piensa en mí.
Comenzar el curso así, animándoles a conocer cada parcela de la realidad con el horizonte que supone aprender a conocerse a sí mismos, es el regalo más grande que podemos hacerles. Esta es la aventura educativa: un camino que se recorre de la mano de un maestro. Este camino se puede recorrer en cualquier situación. Y nadie lo rechaza porque nadie quiere evitar el impacto con un maestro así.
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