Se puede pasar de la demostración de la existencia de Dios, pero todos sentimos una piedra en el estómago cuando, al negar la posibilidad del más allá, nuestra exigencia de justicia queda insatisfecha. Y con eso hay que hacer cuentas
La noticia se extendió rápidamente entre los alumnos. Esta mañana, tras una brevísima enfermedad de dos semanas, ha fallecido una profesora del Instituto vecino, donde dí clase hace tiempo. Era especialmente querida por los alumnos y profesores, dotada de una bondad natural y de un carácter dulce y discreto. Me lo cuenta Damián, que fue alumno suyo en ese instituto hasta el curso pasado, y ahora es alumno mío. Viene apresuradamente a darme la noticia. «Profe, ¿se ha enterado ya?». Efectivamente yo todavía no me había enterado. «¡Qué injusticia!», exclama.
Más tarde nos encontramos en la clase. «¿Por qué sientes que es una injusticia, Damián?». «Porque era la profesora más buena que había en el instituto, la que mejor nos trataba. ¿Tenía que ser precisamente ella la que se muriera?». Recordando la entrevista al filósofo Rossi (en Las arañas y las hormigas, Crítica, 1990, pp. 217-218), les dije: «Podéis pasar de la demostración de la existencia de Dios, pero todos sentís una piedra en el estómago cuando os dais cuenta que, al negar la posibilidad del más allá, la exigencia de justicia que todos tenemos queda insatisfecha. De hecho, no existiría la justicia. Con eso tenéis que hacer las cuentas».
En el cementerio están todos los profesores. Creyentes y agnósticos, favorables y contrarios a la Iglesia. Los conozco a todos desde hace años. Me sorprende que me estuvieran esperando, necesitando un significado que no se pueden dar a sí mismos. Se me acercan también mis antiguos alumnos con esa mirada que mendiga una respuesta. Los saludo uno a uno en silencio. Constato cuánta confusión prueban los hombres hoy, jóvenes y adultos.
En la celebración les cuento cómo Damián me dio la noticia y sigo: «Todos tenemos en común un grito que es exigencia de justicia. Si hoy podemos mirar juntos esto sin esconderlo es porque Cristo, una vez que ha entrado en la historia, ha hecho suyo este grito en una cruz. Independientemente de la ideología de cada uno, de su forma de pensar, lo que está sucediendo aquí y ahora entre nosotros, atestigua que necesitamos su Presencia para que sea posible la justicia que anhelamos». Al terminar el entierro son los profesores más alejados de la fe los primeros que vienen confirmar la correspondencia que han sentido al escuchar mis palabras. Gracias a Damián yo he podido hacer el camino completo desde el dolor a su significado. Una mirada atenta y tierna, que siente el peso de una piedra en el estómago, te permite acercarte a los otros en cualquier condición en que se encuentren. Y es que a veces uno es hijo de sus alumnos. Porque para ser padre, hay que ser hijo.
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